martes, noviembre 21, 2006

Desolation Row
Bob Dylan

Don't send me no more letters no
Not unless you mail them
From Desolation Row


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jueves, noviembre 16, 2006

Escena en Vanilla Sky que imita la portada del Freewheelin' de Bob Dylan

The Frrewheelin'




Vanilla Sky





viernes, noviembre 10, 2006

"El sádico no debe perpetrar un crimen guiado por la espontaneidad del placer, del goce o cualquier otro beneficio inmediato, sino utilizar la razón y el cálculo para maximizar el efecto destructivo del crimen. Es decir, la voluntad de goce del libertino no es propiamente suya sino de otro imaginario, un amo perverso. Dicho de otro modo, la víctima se torna insensible para soportar lo que le acontece y poder así sobrevivir algunas horas más… porque se trata sólo de eso: unas horas más…"
Matilde Uribe

viernes, noviembre 03, 2006

21.
Había un espejo al entrar a la casa, tal como lo dictaba el Feng Shui, y por ahí se miraba Luis, con su saco marrón y su camisa Oscar de la Renta. Le estaba echando un vistazo a su barbilla donde, a pesar de haberse afeitado aquella mañana, se asomaba una ligera sombra. Se había acabado la cena y ahora tenía la panza repleta.
Lola, con un cóctel de algarrobina en una mano, le dijo:
- Estás gordo.
Luis volteó sin hacerle caso.
- Estás gordo -repitió Lola.
Luis cogió su vaso de cerveza, que había dejado a un lado, y le dijo:
- ¿Y qué tiene?
- ¡Estás potón!
Lola empezó a reírse.
- Mira -le dijo Luis- a diferencia de ti, eso a mí no me importa.
- Mientes -dijo Lola.
- Igual estás jodida, porque la gordura viene de familia.
Lola dejó de reírse.
- Y tú también estás jodido -dijo ella, luego de otro sorbo de algarrobina.
- ¿Por qué?
- ¿Sabes qué otra cosa viene de familia? El desempleo.
- ¿De qué hablas?
- Sí. El desempleo y… el fracaso…
- ¿De qué hablas?
- Parece… que te vas a quedar sin chamba…
- ¿Cómo?
Lola tenía los ojos hinchados. Estaba hablando atropelladamente. Luis le quitó el cóctel de algarrobina con una mano y le preguntó:
- ¿De qué hablas?
- Dame mi maldita algarrobina.
- Lola…
- Va a cerrar, ¿OK? La planta. Ahora, dame mi trago.
- ¿Cómo lo sabes?
- Mi papá me lo contó. ¡Mierda! Se suponía que no debía decírselo a nadie…
- No pueden cerrar la planta.
- La van a cerrar. ¿Te acuerdas de la chica que renunció porque la habían tocado en el baño? Pues parece que el papá de Coco no le hizo mucho caso, y eso a la chica no le hizo mucha gracia. Renunció a los días y demandó a la empresa. Ahora la demanda por abuso y discriminación sexual.
- ¡Mierda!
- Sí, ¿no le ves la cara a Sokolich? -Lola hizo una pausa y empezó a reírse-. La tiene como si fuera a reventar. Parece un globo rojo. Es que esto es lo mejor de todo… No le ha dicho nada a Bobadilla y ahora está ahí sentado, nervioso, viendo la manera de decírselo…
Lola siguió lanzando carcajadas. A Luis se le derramó un poco de cerveza en una de sus zapatillas marrones. Con la otra mano empezó a acariciarse la barbilla. Le dijo a su prima:
- No nos han dicho nada en el trabajo.
- Obviamente -dijo Lola.
- Deberíamos chantajearlo.
Lola cogió el vaso de algarrobina que le había quitado Luis, y le dijo:
- No, Luis. No hables así de tu tío.

22.
Rafaela estaba sentada en la mesa de las amigas de Marcela. Había comido un poco del asado almendrado y del camote dulce, dejando el arroz a la jardinera intacto. A un costado tenía una copa de champán y en el otro una tía lejana con la cara estirada. Todos hablaban de lo mal que andaba la juventud, de lo ordinaria que podía ser la ropa y de dónde se podía pasar una buena temporada de descanso luego de una cirugía estética.
A los recién casados les llovía una ráfaga de fotos. Los flashes salían disparados de las cámaras como municiones de luz. Los encargados de filmar la ceremonia inmortalizaban la escena. Rafaela, luego de comer con desgano, se estacionó junto a la puerta, abordó a Luis diciéndole lo mucho que odiaba a las mujeres con el síndrome de Gisela Valcárcel. Es decir, la voz ronca, el pelo amarillo, los ademanes exagerados, la risa impostada, la forma de decir: “ay, hija”. Pero sobretodo, los ojos grandes y azulados, la obsesión por las dietas y por llegar a los cuarenta años con las tetas grandes y firmes.
Luis, a pesar de estar atontado, sonreía con lo que decía Rafaela. Le contó lo que él llamaba síndrome de Estocolmo. Le dijo que la vida nos tenía secuestrados. Rafaela no entendió. Le dijo que el suicidio era el único sacramento del estoicismo. Rafaela no entendió. Finalmente, le dijo que la vida, en la mayoría de lo casos, resultaba ser una molesta piedra en el zapato. Rafaela no entendió, pero asintió para no desentonar.
- ¿Te parece que debería dejarme la barba? -le preguntó Luis, tocándose la barbilla.
- Todos los hombres deberían hacerlo.
- No sé. Tal vez a mí no me quede bien.
- Antes -le dijo Rafaela-, cuando estabas con Patricia, usabas barba y te quedaba bien.
Luis lanzó una carcajada.
- Es cierto.
- ¿Ves? Me acuerdo de más cosas de lo que tú crees.
- Posiblemente -apuntó Luis.
- Te quedaba muy bien, parecías un oso…
Rafaela lanzó una carcajada.
- No te burles.
- En serio, te quedaba bien.
Luis sonrió.
- Lo llamaba la estética del desaliño, podía salir a la calle en pijama y decir que era la estética del desaliño…
- Ja, ja, ja…
- A Patricia le reventaba.
- Me imagino.
- Pero al final, ¿quién dice qué está bien y qué está mal?
- Es cierto.
- Patricia siempre decía que debía afeitarme. Pero luego, cuando lo hacía, me empezaban a salir pelitos en la cara que le hincaban y entonces no quería besarme en una semana.
- Era como un círculo vicioso -dijo Rafaela.
- Sí, porque luego me volvía a afeitar y digamos que estábamos bien un día a la semana.
- Lo recuerdo.
- Era una situación insostenible.
Rafaela agachó la cabeza.
- Yo me afeito -empezó Luis- los viernes o los sábados, tal vez el domingo, y al final de la semana estoy otra vez con la cara llena de pelos.
Rafaela asintió.
- Y dime, ¿cómo son ahora Patricia y Álvaro?
Rafaela hizo como que lo escuchaba, pero en realidad estaba pensando en otra cosa

23.
Álvaro se dirigió primero a donde estaban sus amigos del trabajo. Ellos lo miraban en silencio y negaban con la cabeza. Decidió no decirles una palabra. Cambió de dirección. Fue directo a donde estaba ella. Era arriesgado, pero no quería más contratiempos. Fingió una admirable sonrisa y le preguntó:
- ¿Qué crees que estás haciendo aquí?
- Tomo un poco de este daiquiri -dijo Almendra.
Álvaro ahogó un gruñido. Se sentó en una de las sillas de la mesa, que estaba vacía y que habían ocupado sus compañeros del trabajo. La banda estaba tocando una canción larga que era, eso pensaba Álvaro, de Chichi Peralta, pero que en realidad era una versión lenta de “Te hecho de menos” de Kiko Veneno.
- Te dije que no vinieras.
- Me llegó una invitación, ¿te acuerdas?
- Te dije que no vinieras -susurró Álvaro.
Almendra sonrió.
- ¿Y perderme la gran boda?
Almendra cogió la sombrilla de su daiquiri, que en verdad era un mondadientes, y la rompió en dos. Se mojó un poco los labios, para disimular que le dolía en el alma aquella ruptura, que mañana no tendría claro qué hacer con su vida. Volver al trabajo no era una opción. Renunciaría. No estaba dispuesta a ser la amante de un hombre casado.
- Escucha -le dijo Álvaro-, quiero que agarres tus cosas y te vayas…
Sin darle lugar a réplica, Álvaro se puso de pie y se perdió entre las pocas personas que bailaban merengue en la sala. Almendra acarició el buqué, pensando en lo que estaría haciendo aquella noche si no hubiera decidido ir. Su vida era mucho más aburrida de lo que ella estaba dispuesta a aceptar. Se puso de pie, con el buqué en la mano, caminó debajo del toldo siguiendo a Álvaro y entró a la sala con el rencor propio de una mujer engañada. De inmediato se dirigió a donde estaban ellos, los amigos de Álvaro. Abogados con ternos Georgio Armani. Se detuvo en seco. La canción había acabado. Ellos la miraban aguantando una risa. Almendra podía estar despeinada o medio borracha, tal vez enseñaba demasiado las piernas y se le veía el calzón, rojo, que se había puesto esperando poder acostarse con alguien. Cuando divisó a los novios, ellos estaban siendo filmados por la cámara digital de Lola. Se acercó un poco más hasta donde estaban ellos, con una mueca de dolor en la cara, y le zampó un golpe a Álvaro con el buqué. Las flores salieron volando junto con los azahares. Álvaro se cubrió el rostro. Almendra se puso a gritar y empezó a golpearlo. Luis alcanzó a decirle a Coco, que estaba un poco descompuesto:
- ¡Qué bonita familia!

24.
Aprovechó la confusión para subir corriendo las escaleras. Una vez en el segundo piso se deslizó hasta la última puerta al final del pasillo, donde estaba el baño de los Bobadilla. A diferencia del baño de visitas, el baño del segundo piso estaba hecho de mármol y el espejo llegaba hasta el piso. Como permanecía a oscuras, sus pupilas se dilataron y le costaba trabajo ver dónde había dejado el cuchillo. Buscó junto a escusado, donde había estado vomitando, y donde todavía se podía percibir el hedor del pimiento digerido. Encima del bidet, que también era de mármol, estaba el cuchillo absolutamente intacto.
Escuchó que alguien subía. El bullicio de abajo se tranquilizó considerablemente. El escándalo provocado por la amante de Álvaro se había resuelto con una increíble rapidez. Logró escuchar que alguien lloraba. Supuso que sería Patricia. Escuchó una puerta que se cerraba. Se guardó el cuchillo cerca a la ingle, debajo del pantalón y de la camisa. Se aflojó la corbata y se miró en el espejo con una serenidad que él desconocía.
Se dijo a sí mismo:
- Eres un monstruo.
La puerta de Patricia se abrió y se volvió a cerrar con fuerza. Escuchó que los pasos no se alejaban, sino que más bien iban directo a su encuentro. La chica, Adela, que no era nadie en particular, y a la que sólo le habían dado ganas de hacer pis, abrió la puerta. Una sombra la empujó contra la pared. Le tapó la boca con una mano y con la otra sacó el cuchillo. Adela intentó gritar. Un rodillazo en la boca del estómago la dejó muda. Cuando se reincorporó, el corte en la yugular fue certero. Un chorro de sangre bañó el espejo del baño. Otro fino corte en el cuello aseguró su muerte. Adela sólo pronunciaba sonidos guturales, ahogados en un mar de sangre que brotada por su boca.
Su cuerpo empezó a convulsionar, como poseído por una descarga eléctrica. Empezó a dar tumbos por todo el baño, bañando con pintura roja las paredes, como si se tratara de una pistola de agua. Finalmente cayó en la bañera, dando patadas y botando todo lo que había a su paso.
La contempló con una frialdad que hasta entonces él desconocía. No sentía adrenalina, ni asco, ni nada. Se sentía hueco, sin emociones. Actuaba guiado por un impulso asesino. Sin saber qué hacer, abrió el grifo de la bañera, de la que empezó a salir agua caliente. Adela, más pálida de lo que ya era, tenía la boca abierta, como si estuviera sorprendida, y la mirada fija en el techo.
Pronto su aspecto adquirió un color púrpura. Los cortes en el cuello se hicieron visibles cuando el agua limpió las heridas. La bañera se volvió una especie de mar rojo, donde una chica vestida de blanco yacía dormida. Decidió prender la luz para ver cómo había quedado el baño. El foco parpadeó antes de encenderse, produciendo un sonido eléctrico. Las manchas de sangre eran chorros que pintura gruesa que dibujaban la pared como si fuera aerosol. El borde del espejo se había roto. La chica había chocado contra él en su abrupto recorrido hasta la bañera. El agua roja se empezó a rebalsar. Decidió cerrar el grifo.
Alguien tocó. Se sentó en el piso a esperar que se fueran. Siguieron tocando. Una voz, que parecía ser de Rafaela, empezó a llamar a su amiga:
- Adela, Adela. ¿Estás bien?
Se miró en el espejo. Tenía el pelo despeinado y sudaba a mares. Su terno estaba desarreglado y tenía una mancha de sangre a la altura del pecho. La camisa la tenía desabotonada. Decidió ponerse de pié y jugar su última carta. Los chorros de sangre que había en la pared empezaron a llegar hasta el piso. Abrió el grifo y se quitó la camisa. Cogió un poco de jabón y empezó a limpiarse.
- ¡Adela! -gritó Rafaela, intentando abrir la puerta- ¿Estás bien?
- Sí -gritó él.
- ¿Qué estás haciendo?
- Estoy limpiando -dijo, con la voz entrecortada, intentando sonar como mujer- mi vestido.
- ¿Qué?
- Estoy con la regla -dijo, mirando a su alrededor-, hay… demasiada sangre…
- Bueno -dijo Rafaela -, voy a estar abajo.
- OK -dijo él, luego de una tímida risita.

25.
Álvaro salió de la casa vistiendo su frac. Sus amigos lo siguieron. Almendra tenía el maquillaje corrido de tanto llorar. Balbuceaba palabras incoherentes, sonidos que no significaban nada. La cara de Álvaro era inexpresiva. Subió con algunos amigos a un Nisan del año. Otro amigo suyo la subió al carro de la empresa.
Álvaro miró las luces de la calle durante el recorrido. Ninguno de los que estaban ahí sabía qué hacer. Ambos carros se comunicaron por celulares. Acordaron ir hasta el malecón de San Isidro. En el auto había un whisky que Álvaro tomaba del pico, haciendo submarinos con el Lucky Light que fumaba. Siguió mirando las luces de la calle hasta que llegaron al parque de la Pera, bordeándolo con el Nisan del año.
Cuando llegó, Álvaro apagó el cigarrillo en el cenicero del carro y le dio un sorbo más a la botella de whisky. Uno de sus amigos, el que menos hablaba y el que había ido al matrimonio por puro compromiso, le dijo:
- Tranquilo…
Una vez afuera sintió la brisa que corría a toda velocidad por el malecón. Le chocó el doble, debido al whisky y a los cigarrillos que había estado fumando… Cuando llegó al carro, le pidió a su amigo que bajara la luna, tocando dos veces el vidrio con el aro de matrimonio.
Su amigo bajó la luna.
- Oye, vamos, está dormida -dijo su amigo-, no se acuerda de lo que pasó. Tomó demasiados daiquiris…
Álvaro rodeó el automóvil marrón. Abrió la puerta del copiloto y jaló a Almendra de uno de sus brazos. Ella respondió con un gesto de fastidio, rehusándose a bajar. Álvaro abrió la guantera del carro y sacó de ahí un revolver.
- ¡Levántate, perra…! -gritó, dándole golpe al techo del carro.
Almendra despertó. Sus ojos eran grandes y marrones. El maquillaje se le había corrido debido a las lágrimas, dando el aspecto dos ojeras enormes. Su amigo, el que manejaba, miró atontado la escena y atinó a encender la radio. Álvaro levantó a Almendra y la sacó del auto. Su vestido blanco a cuadros cayó al piso junto a ella, dejando totalmente al descubierto la parte trasera de su calzón rojo, que decía “KISS ME”. Ahí, en el piso, volvió a llorar. Álvaro le dio una patada en el estómago. Almendra respondió con un grito ahogado. Sus ojos brillaban de terror.
Álvaro levantó a Almendra del brazo y la llevó hasta la parte del malecón donde vuelan cometas y hacen parapente. Un poste de luz los alumbraba desde lejos. Álvaro tenía la cara roja, su frac le daba un aspecto extraño. Parecía un inglés renegado apuntando al cielo con un revolver, insultando y golpeando a Almendra. Le gritaba que era una perra, que le había arruinado la vida. Almendra ya tenía manchas de sangre en la cara. Un golpe con el mango del revolver le rompió una ceja y le reventó un labio. Sus amigos le pidieron que pare. Álvaro no los escuchó. Almendra le preguntó por qué lo hacía. Álvaro respondió:
- Perra miserable…
Ahora ella estaba arrodillada. Botaba saliva mezclada con sangre por la boca. Álvaro decidió golpearla una vez más, en la espalda, con el arma en la mano, como había visto en películas de acción. Pero era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho. Era irremediable. Ahora le apuntaba con el revolver en la cabeza. Un amigo suyo le gritó:
- ¡Por favor, no!
Disparó una, dos, tres veces. El arma sólo hizo clic, clic, clic, como si tomaran una foto. Se sintió aliviado. Tiró el revolver al piso. Alrededor suyo, lo único que escuchaba era el molesto chillido de Almendra mientras lloraba y el sonido de las olas del mar.

26.
La imagen corría en cámara lenta. Almendra interrumpía abruptamente en la escena. Tenía el ceño fruncido y levantaba con uno de sus brazos el buqué. Álvaro la miraba con sorna. El buqué caía lentamente y le partía en dos la cara. Patricia, vestida con su vestido de novia, parecía estar más confundida que otra cosa. Las flores decoraron la escena estrellándose contra Álvaro como mariposas de colores.
Estaban sentados en una mesa vacía. Lola decía que se podía ver el instante preciso en que Patricia se daba cuenta de todo y empezaba a llorar. Era entre el cuarto y quinto golpe de Almendra. Escondieron la cámara cuando Rafaela llegó. Los ánimos andaban caldeados. Los rumores iban y venían. Poco a poco la gente había empezado a irse.
- ¿Qué están haciendo? -les preguntó Rafaela.
- Nada -dijo Luis.
Rafaela se sentó. Tenía un mal semblante en la cara. Sacó de su cartera un paquete de cigarros y un Zippo de metal. Prendió uno. Luego se quedó mirando a Luis como si fuera una estatua de metal. Lola guardó su cámara y le preguntó, acercándose:
- ¿Qué pasó?
Rafaela se encogió de hombros.
- La secretaria de tu primo.
- ¿Esa chica era la secretaria de Álvaro?
Lola separó las cejas. Miró a Luis divertida. Luis atinó a preguntar:
- ¿En serio?
- Así es.
Rafaela le dio golpes a su cigarro en el cenicero que había en la mesa. La banda se había puesto a tocar canciones de los ochentas, tal como lo dictaba el cronograma. Algunos amigos de la pareja decidieron pasarla bien. Se pusieron a bailar.
- Hace una semana le dijeron a Patricia que habían visto a Luis con una chica. No eran más que rumores. Le dijeron que era esta chica, Almendra. Su secretaria.
- ¿Qué le dijeron? -preguntó Luis.
Rafaela hizo un gesto. Su brazo estaba torcido y sostenía el cigarrillo con los dedos. Su boca estaba semiabierta. No quería hablar pero tenía cierta expresión en el rostro. Como en un estado de ánimo en el que ya todo le da igual.
Coco atravesó la sala con la camisa desabotonada. Su pelo estaba tan mojado que parecía recién salido de la ducha. Llevaba la corbata en una mano. Atravesó el jardín apresuradamente, como en estado de shock. Apenas llegó a la mesa, Lola le preguntó:
- Vaya, y a ti qué te pasó.
Coco tragó saliva. Tenía la camisa empapada y una enorme mancha roja en el medio. Se sentó en la mesa.
- Creo que estoy enfermo -dijo.
Luis le dio otro sorbo a su vaso de cerveza. Se quedó mirando la mancha roja en la camisa de Coco. El agua hacía que se le pegara en la piel. La banda tocaba ahora “Who can it be now” de Men at Work. La gente que bailaba se puso a saltar.
- ¿Qué te duele? -le preguntó Lola, sentándose a su costado. A Coco le colgaba la cabeza del respaldar de la silla. La miró fijamente y le preguntó:
- ¿Cómo?
- ¿Qué te duele? ¿La cabeza?
- No -dijo Coco-, creo que estoy con diarrea.
Rafaela apagó el cigarrillo en el cenicero. Luis la miró, su ánimo había mejorado luego del incidente de la secretaria. A partir de entonces sólo dos cosas podían pasar: el altercado quedaba empequeñecido o hacía que la boda fuera un completo fracaso. Una tercera posibilidad no pasaba entonces por la cabeza de Luis.
- ¿Qué te pasó en la camisa? -preguntó Lola.
- Se me derramó un daiquiri -dijo Coco.
- ¿Y qué es esto? -preguntó Lola, cogiéndole la barriga.
- ¿Tú qué crees?
La banda empezó a tocar “Killing me softly”. Luis dijo: qué buena canción. Rafaela asintió con la cabeza. Se disponía a prender otro cigarrillo cuando la mirada de Luis la interceptó.
- Vamos a bailar -dijo él.
En el cuarto de Patricia la luz estaba apagada y se llegaban a ver las imágenes de un televisor. Rafaela se encogió de hombros y dijo:
- Sí, ¿por qué no?
Luis se la llevó. Empezaron a bailar. Era una canción lenta. Se abrazaron. Rafaela estaba demasiado inquieta. Luis empezó a llevarla, le a susurró algo al oído. Le preguntó por lo que le había dicho hacía un rato, en el jardín. Rafaela negó con la cabeza.
- No sé qué me pasó -dijo.
- ¿Crees que lo de tu hermana y Álvaro se solucione?
- No lo sé. Patricia estaba destrozada, cree que ésa mujer y tu primo han tenido algo.
Luis recostó la cabeza sobre el cuello de Rafaela. Rafaela cerró los ojos. Tuvo ganas de llorar.

27.
Álvaro se dirigió a la puerta iluminada. Tenía una bolsa de hielo en una mano. Le congelaba los dedos. Se preparó para lo peor. Entró al jardín. Se dirigió a donde estaba Marcela. Había menos gente de la que estaba cuando se fue. Marcela lo escudriñó mientras se acercaba.
- Siento lo que pasó, señora.
Álvaro se quedó mudo. Dejó la bolsa de hielo encima de una mesa. Se sintió ridículo. Se dio cuenta que había entrado al jardín cargando una bolsa de hielo.
- Es ella, mi secretaria. Cree que se ha enamorado de mí…
- Sube. Patricia está en su cuarto.
Álvaro atravesó la sala. Mientras avanzaba, todas las miradas se posaron sobre él. Subió las escaleras saltando de dos en dos los escalones. De inmediato se dirigió a la segunda puerta a la derecha. Intentó entrar, pero la puerta estaba cerrada con llave. Le dieron ganas de orinar. Miró la puerta al final del pasillo, donde estaba el baño. No había tiempo para eso. Tocó la puerta dos veces con el aro de matrimonio, y dijo:
- Patricia, ábreme. Soy yo…
Pero Patricia no abrió. Álvaro pegó la oreja a la puerta. Escuchó el sonido de un televisor. Las risas de un programa cómico. Era como si Patricia no existiera. Álvaro cerró los ojos. Se preparó para lo que estaba por venir.
- Escucha, no ha sido mi culpa…
Álvaro se dejó caer. No tenía fuerza en las rodillas. Quería irse. Estaba a punto de hacerlo cuando la puerta se abrió. Álvaro se puso de pie. Patricia estaba a oscuras. Se había quitado el vestido de novia y ahora estaba tirado sobre el piso. Llevaba puesto un vestido gris. Tenía la cara pálida y los ojos rojos. Sujetaba un libro en la mano.
- ¿Puedo entrar? -preguntó Álvaro.
Patricia enrojeció. Le lanzó una bofetada. Era la segunda vez que le pegaban así en la noche. Álvaro se quedó pensativo.
- ¿Eso quiere decir que no?
- Vete a la mierda -dijo Patricia, entrando a la habitación.
- Escúchame…
Álvaro la siguió.
- ¿A dónde te fuiste? -Preguntó Patricia.
- Salí, necesitaba sacar a pasear mi mente…
- Te fuiste con ella…
- Necesitaba arreglar un asunto…
- ¿Qué asunto?
Patricia arrugó el rostro. Se puso a llorar. Álvaro se quedó quieto. Detestaba verla llorar. Se ponía fea. La masturbación es simple. Uno no se exige mucho a sí mismo. Si te peleas con una mujer, lo más probable es que diga que fuiste malo en la cama.
- Un asunto.
- ¿Te has acostado con ella?
Álvaro negó con la cabeza. Patricia siguió llorando. Arremetió con la misma pregunta otra vez. Estaba histérica.
- Te he dicho que no.
Patricia siguió con lo mismo. Álvaro volvió a negarlo. Ella sabía que él mentía. Álvaro sabía que estaba mintiendo. Todos lo sabían. Finalmente, Patricia terminó al borde de la cama. Tenía la cara oculta entre sus manos. Álvaro se sentó al otro extremo. Esperó que terminara de llorar para preguntarle:
- ¿Estás bien?
- No -dijo Patricia.
En el televisor estaban dando “Friends”. El sonido de las risas grabadas. Álvaro miró la pantalla del televisor inexpresivo.
- ¿Qué lees? -le preguntó.
Patricia se secaba las lágrimas.
- Es el libro de Luis.
Álvaro sonrió. Cogió el libro y lo abrió por la primera página. Buscó la dedicatoria. “A Patricia”. Luego leyó la primera línea del primer párrafo: “Había sido un invierno duro. Ella guardaba la esperanza de que pronto todo iba cambiar”.
- Conque el libro de Luis.
- Sí.
- Tremenda porquería -dijo Álvaro, tirándolo al piso-. Ciento cincuenta páginas de mala literatura, de palabras puestas al azahar, de oraciones mal escritas…
- Tú nunca podrías escribir nada porque no tienes corazón.
- ¿De qué hablas?
- Nunca debí fijarme en ti.
- Deja de decir eso.
- Desde el primer día supe que iba a ser así.
- Luis es un perdedor. Se va a morir de hambre toda su vida.
- Por lo menos me dedicó un libro.
- ¿Y de qué sirve un libro?
Ambos se quedaron en silencio. La habitación era iluminada por la pantalla del televisor que cambiaba de colores conforme pasaban las imágenes. Nada más se escuchó la voz de Jennifer Aniston haciendo un chiste, las risas grabadas y la canción final de “Friends”.

28.
Marcela les pidió que dejaran de tocar. Se acercó discretamente a la banda y les pidió que tomaran un descanso. El vocalista, un trompetista canoso y retirado, levantó los hombros y dejó el escenario. Los demás músicos lo siguieron con desgano. Se sentaron en una mesa y se pusieron a comer.
Una vez sin música, Marcela pudo concentrarse mejor. Apenas se oían los murmullos de la gente y una especie de música de fondo de suspenso, que en realidad era su corazón, latiendo y latiendo al son de cómo iban las cosas allá arriba, en el cuarto de Patricia. Para amortiguar este molesto sonido, mandó a poner un disco de Miles Davis en el equipo, colocado estratégicamente en un extremo de la sala.
José Sokolich, por su parte, dejó de tomar. Se acomodó la corbata y se levantó en busca de Sebastián Bobadilla. Lo abordó sonriendo. Ambos sostenían vasos de whisky a medio terminar en la mano. En el de Bobadilla sobresalían dos inmensos hielos sin derretir.
Sin decir una palabra, Bobadilla le sirvió más whisky a su socio de una botella que sacó de un minibar. Sokolich bebió más. Los chicos que habían estado bailando en la sala, tomaron sus cosas y se dirigieron a la puerta. Un hombre de terno los convenció para que se quedaran. Eran órdenes de Marcela.
- Bueno -comenzó Sokolich-, sé que no es buen momento para discutir esto, pero tenemos serios problemas en la planta textil…
Los ojos de Bobadilla se encendieron. Primero se pusieron grandes, como dos globos de agua a punto de explotar, en seguida separó las cejas, absolutamente blancas, en contraste con la negritud de su pelo. Se escuchó, en el segundo piso, una puerta que se abría y una bofetada limpia.
- Explícate -le exigió Bobadilla.
- Es sobre la mujer…
- ¿Qué mujer?
- La mujer.
En la sala, sonaba el disco “Kind of Blue” de Miles Davis. Lola y el hijo de Sokolich irrumpieron la sala riéndose a carcajadas. Se pusieron a bailar dando saltos, incongruentes con el jazz, mientras Lola daba vueltas sobre su eje. Coco tenía la camisa medio desabotonada, su cabeza le seguía colgando del cuello como si no le quedaran fuerzas para sostenerla. Al otro extremo de la sala estaban parados Luis y Rafaela, conversaban muy bajo, su lenguaje corporal los delataba. Los dedos de Luis recorrían la cintura de Rafaela mientras ambos hablaban. Todo esto hizo que Coco perdiera el control y cayera al piso.
Se escucharon risas. Unos pocos aplaudieron. Sokolich caminó directo hasta donde estaba su hijo y lo levantó. Le dijo que había bebido demasiado y lo mandó a esperar al carro. Coco negó con la cabeza diciendo que estaba muy bien. Su mamá lo abordó diciéndole:
- Estás hecho una mugre.
- Se me derramó un daiquiri, ¿está bien? Sé que parece sangre, pero no es sangre.
Coco hablaba con los ojos muy achinados. Tenía el pelo despeinado y la camisa abierta. Abajo, al borde del pantalón de su terno, tenía una mancha negra que, según afirmó, tampoco era sangre. La siguiente media hora, hasta que se hiciera medianoche, Coco se dedicó a pernoctar con el cuello doblado y la cabeza colgando del respaldar de una silla.
Sokolich llamó a Luis. Tenía medio vaso de whisky en la mano y su aliento era narcotizante. Luis saludó a Bobadilla como quien no quiere la cosa:
- ¿Qué pasó exactamente con Rita? -Le preguntaron.
- ¿Rita? -preguntó Luis.
- Sí -dijo Bobadilla-, la chica a la que supuestamente violaron en el baño de la empresa.
Luis suspiró. Aquello le olía a dos cosas: su sentencia de muerte o la lejana posibilidad de que su parentesco político con Sokolich lo salvara. A fin de cuentas, ¿quién quería realmente seguir trabajando en la planta textil?
- ¿Violentaron? La verdad, yo aquello lo supe de segundas voces. Yo trabajo en control de calidad, y por lo que tengo entendido… -se arriesgó Luis- el asunto con Rita fue más que un asunto laboral…
- ¿Cómo es eso? -preguntó Bobadilla.
- Rita era la única empleada mujer que teníamos en la planta. Aquello, como ustedes saben, perturbaba un poco a los demás trabajadores. Tomen en cuenta -Luis enfatizó- que sólo había un baño en la empresa. Rita tenía que lidiar con urinarios todo el día, y sin embargo, llevaba trabando ahí más de tres años, desde que abrió la planta…
- Al grano -dijo Bobadilla.
Luis miró el interior de la sala. Rafaela se había sentado en uno de los sillones y se había encogido en posición fetal.
- Lo que les trataba de decir era que si Rita había seguido trabajando en la empresa, debía de tener sus motivos. La primera versión que escuché era que Rita no había sido violada por un grupo de trabajadores de la empresa, sino que alguien la había golpeado el estómago provocándole un aborto.
Miles Davis siguió sonando. Los labios de Sokolich se habían cuarteado debido al alcohol. Bobadilla asentía con la cabeza. Luis sonreía.
- Si quiere un abogado, hable con su yerno.

29.
Álvaro, cuando era presidente del comité estudiantil, estuvo con una chica de pelo marrón y chompa celeste que estudiaba periodismo. Él solía llevarla siempre consigo, como una extensión suya, muy orgulloso de su buen gusto para elegir mujeres. Pero luego algo pasó. Álvaro, en circunstancias que serían difíciles de explicar, descubrió que Mariana había estado viendo a un tal Carlos. Ella nunca supo cómo explicárselo y al poco tiempo terminaron.
Todo esto se lo cuenta el amigo de Álvaro a Almendra mientras una enfermera le inyecta un antibiótico en un brazo. Almendra tiene la mitad de la cara hinchada. Su vestido a cuadros está sucio, con manchas verdes y rojas. Tiene enredado en el pelo pequeñas ramas secas de pasto.
Al principio, Álvaro no hizo mucho ruido, siguió con aquella expresión que tiene en la cara, tan seria, mientras continuaba con los cursos y proyectos que tenía en mente. Al poco tiempo dejó de ser presidente del comité estudiantil de la facultad y cedió el paso a otros chicos de segundo o tercer año, consiguió prácticas profesionales, hablaba mal de Mariana cada vez que podía. Una noche, Álvaro y sus amigos fueron a la fiesta de cachimbos que organizaba el comité estudiantil. Era la época de la cocaína, y Álvaro y sus amigos andaban desde temprano con eso. Una vez en la fiesta, las luces multicolores bañaban la mesa donde estaban sentados. Era un local de Miraflores frente al parque Kennedy. Álvaro se sentó al borde de una de las ventanas. Desde ahí se podía ver el parque. Después de un rato vio a Mariana con un chico en la puerta. Sin pensarlo dos veces, dio un enorme salto y cayó junto a ellos.
- Hola, ¿cómo estás? -dijo Álvaro.
Mariana arrugó el rostro. El chico, que era un tipo más bien bajo, se presentó como Carlos. Álvaro les mostró una admirable sonrisa. Mariana tragó saliva. Álvaro ofreció hacerlos entrar gratis. Movió sus influencias y lo hizo. Una vez adentro, los amigos de Álvaro bailaban el paso de Robocop mientras reían y mostraban sus encías a quienes estaban dispuestos a verlas. Una vez avanzada la noche, Álvaro se sentó en la mesa de Mariana y empezó a gritarle a Carlos. Su expresión era otra. Se había convertido en otra persona muy diferente a quien solía ser. Tuvieron que separarlos. Fue un conato de pelea. Mariana y su novio se fueron al rato.
El amigo de Álvaro le terminó de contar la historia en la cafetería de la clínica. Almendra parecía entretenida. El amigo de Álvaro adelantó la historia hasta las cuatro o cinco de la mañana de aquella noche, cuando fueron en carro hasta a la casa de Mariana. Todos estaban demasiado acelerados. La sonrisa de Álvaro era retorcida. Había algo malicioso en él que ocultaba la mayor parte del tiempo y que salía a flote sólo en situaciones como ésa. Dejaron el carro prendido y Álvaro bajó. Caminó hasta la puerta con la camisa afuera y el pelo mojado debido al sudor. El corazón de todos latía con fuerza. Álvaro tocó el timbre. Los demás pensaron que lo hacía sólo por molestar. Entonces Álvaro cogió una enorme piedra y la lanzó contra una de las ventanas. El sonido hizo que algunas luces se encendieran. Un perro empezó a ladrar. Álvaro corrió y se metió al carro. Le gritó al que conducía:
- ¡Acelera!
El auto quemó llanta. De pronto todos estaban muy excitados. Le preguntaban a Álvaro qué había sido eso. Álvaro no paraba de reírse. Parecía muy divertido. Su cara estaba absolutamente pálida y su sonrisa, más que retorcida, estaba ahora fuera de control. Después de eso el amigo de Álvaro no recordaba nada. Se supone que siguieron tomando whisky en casa de uno de ellos hasta que se hizo de día.
- ¿Álvaro tiene doble personalidad? -Preguntó Almendra.
- No lo creo. Simplemente es como es.
- ¿Y qué pasó con Mariana?
- Bueno, al día siguiente llamaron a la casa de Álvaro. ¿Alguna vez has conocido a sus padres? Son como dos cuerpos carentes de sentido. Hablan poco. Al principio, pensé que Álvaro era callado por eso. Luego me di cuenta que no era callado…
Almendra movía la cucharita dentro de su taza de té sin ganas. No podía comer nada. Tenía moretones en la cara, un diente destrozado y estaba llena de analgésicos. Llevaba ventado uno de sus brazos, le recomendaron que se lo colgara de un pañuelo.
- ¿Y qué pasó después? -Preguntó Almendra.
- Álvaro dio rienda suelta a su cinismo. Su mamá sólo sabía que había llegado a las cuatro de la tarde.
- ¿Nunca lo denunciaron?
Almendra le dio un sorbo a su taza de té caliente.
- No habían pruebas de nada.
Almendra agachó la cabeza. Todo lo que había pasado la había dejado sobria. El amigo de Álvaro no dejaba de mirarla. Almendra se sintió mal. Tenía un enorme agujero negro en el estómago que se lo tragaba todo. Después de un rato, Almendra empezó a llorar. El amigo de Álvaro la abrazó. Cuando se fueron de ahí, la cafetería seguía vacía.

30.
La voz del papá de Álvaro era gangosa y seca. Su esposa tenía que inclinarse hacia la derecha para poderlo escuchar. La bolsa de hielo que había dejado Álvaro encima de la mesa se había derretido casi por completo. Álvaro bajó al rato. Bobadilla y Sokolich lo miraron como si se tratara de un fantasma. El frac y el color de su piel le daban un aspecto anacrónico. Fue directo a la mesa de sus padres. Luis y Rafaela lo miraron atravesar la sala. Estaban sentados y la media luz los ayudaba a pasar desapercibidos. Se preguntaron qué tal se vería Álvaro muerto, con un martillo clavado en la cabeza o un cuchillo atravesando su esternón.
Álvaro se puso de pie abruptamente. Miró hacia la sala y vio a Patricia conversando con Rafaela. Patricia sonreía amargamente. Rafaela, con un gesto incómodo, se puso de pie y se dirigió al baño. Álvaro se volvió a sentar, cogió el whisky que su papá no había tocado y se lo llevó a la boca.
Rafaela tocó varias veces la puerta del baño. Una voz nerviosa le dijo ocupado. A Rafaela le habían dado ganas de orinar. Pensó si dejar a Patricia y Luis a solas. Su cara había adquirido de pronto una expresión triste. Subió las escaleras corriendo, saltando de dos en dos los escalones, para llegar a la segunda planta, donde las puertas estaban cerradas. Por alguna extraña razón le pareció oler a marihuana, pero supuso que el olor estaría impregnado en su ropa.
Se le ocurrió, antes de ir al baño, pasar por su cuarto y cambiarse de zapatos. Aquellos de tacón alto le incomodaban, y viendo que Patricia se había quitado su vestido de novia no le pareció nada malo ponerse otros más cómodos. Eligió en su cuarto unos zapatos chinos negros que eran algo decentes. Se cambió con la luz apagada y con la ventana que daba a la parte trasera de la casa abierta.
Una vez en el pasillo pensó en bajar. No quería que Patricia le quitara a Luis. Ya se lo había quitado muchos años atrás, cuando era niña. Luis significaba desde entonces para Rafaela aquello que nunca había podido tener. Era el modelo que había acuñado en su inconsciente. Aquella noche, a pesar de los años transcurridos, Luis le había demostrado lo más importante: que seguía siendo aquel quien solía ser.
Abrió la puerta del baño. Prendió la luz. Entró mirando sus zapatos chinos negros. A pesar de que no lo tenía planeado, se miró en el espejo. Se logró a ver a sí misma a través de un chorro de ketchup que alguien había arrojado contra las paredes del baño. El espejo estaba roto en una esquina y las cosas que solía haber sobre el lavatorio estaban ahora esparcidas por el piso. Había pintura roja diluida junto al escusado. Adela descansaba en la bañera con los ojos abiertos y con un aspecto siniestro en la piel. Sin lograr reaccionar de una manera adecuada, Rafaela se dejó caer soltando un agudo grito de terror.

31.
Lola amortiguó el grito de Rafaela riéndose a carcajadas. Las cosas empezaron a verse borrosas para ella. Se había escabullido junto con Coco hasta el techo por unas escaleras de servicio. De pronto la neblina había bajado. Lola seguía riéndose. Tenía una bolsa de marihuana. Deshacía una pequeña rama con los dedos. Le sacaba las pepas y los pequeños troncos. Coco la miraba atento sin pronunciar una sola palabra. Lola decía:
- Le robé esta bolsa a Luis…
Coco la miró sonriendo. Parecía estar bien. Tenía los ojos achinados. Estaba sentado en un colchón para tomar sol. En Lima nadie cuida sus techos, es una ciudad donde los techos se llenan de polvo, porque no llueve, y a las fachadas de las casas se les pega el smok.
- Bueno -dijo Lola, terminando de armar el cigarro de marihuana-, la cuestión es que yo estaba en su cuarto, cuando Luis sacó de su clóset esta yerba que está buenísima…
- ¡Auchh! -Dijo Coco.
- ¿Qué te pasa?
- Estabas en el cuarto de Luis…
- Bueno. Le dije que se fuera a cambiar otra vez, para poder robarle lo que le quedaba, y lo hice ponerse ése ridículo pantalón negro con ése saco marrón… -Lola rió.
Coco frunció el seño.
- ¿Lo vas a prender o qué?
- Vaya. Alguien tiene ganas de fumar…
Lola prendió el wiro. La puerta que daba al techo seguía abierta. Por ahí se bajaba a unas escaleras que iban al segundo piso y de ahí a la cocina. En la cocina, algunos mozos se habían sentado a ver televisión. Con el grito se Rafaela no se inmutaron. Siguieron viendo televisión.
En la sala la reacción fue muy diferente. Patricia y Sebastián fueron los primeros en subir. Marcela, en cambio, se demoró un poco más. Cuando llegó al baño del segundo piso su expresión cambió drásticamente.
Coco empezó a toser.
- Está buena, ¿no? -preguntó Lola.
Ella estaba parada al borde del abismo. En el jardín de la casa, los músicos de la banda conversaban en voz baja mientras comían. Se preguntaban si volverían a tocar. Algunos amigos de los recién casados aprovecharon para escabullirse de la fiesta.
- No sé -dijo Coco, haciendo una expresión de disgusto-, nunca he fumado marihuana.
- No pues, primo -le reprochó Lola quitándole el cigarro.
Lo primero que le molestó a Marcela fue el lío que iba a ser limpiar toda esa sangre. Poco a poco se fue percatando de que la magnitud de lo ocurrido alcanzaba otras proporciones. A su costado, Patricia y Rafaela lloraban. Patricia lloraba por el fiasco que resultó ser su boda. Rafaela lloraba por su amiga muerta. Sebastián se lamentaba del escándalo que iba a ser aquello. Imaginaba las portadas de algunos diarios y los reportajes de algunos programas dominicales. La demanda por violación que enfrentaba su empresa también llamaría a de los medios. Después de un rato, Rafaela se encerró en su habitación. Patricia bajó las escaleras corriendo. La consigna de Marcela fue actuar con naturalidad. Subió un trapeador y empezó a trapear el piso.
- ¿Qué fue ése grito? -le preguntó Luis a Patricia cuando la abordó.
- Dios mío… -Patricia estaba pálida.
- ¿Qué pasó?
Patricia negó con la cabeza. Se dejó caer en uno de los sillones. Un mozo con una bandeja les ofreció cerveza, whisky, gaseosa o agua con gas. Ninguno de los dos quiso nada. Patricia se tapó la cara con ambas manos.
- Es… terrible… -dijo Patricia-. Arriba, en el baño… ella está muerta…
- ¿Quién?
El cuerpo de Patricia empezó a convulsionar al ritmo de sus quejidos. Luis se puso de pie. Caminó hasta la orilla de las escaleras. Desde ahí miró hacia lo alto, donde se oían voces y exclamaciones de alarma. Alguien hablaba por teléfono. Luis empezó a subir. Algo lo llamaba. No era la curiosidad ni el morbo por saber qué había pasado. Lo que más lo perturbaba era volver al mundo real. Una vez en el segundo piso lo recordó todo. Algunas cosas habían cambiado de lugar, pero eran mínimas.
Sebastián Bobadilla lo escudriñó con la mirada. No le dijo nada porque estaba hablando por teléfono. Marcela hizo lo posible por ignorarlo. No vio a Rafaela. Avanzó por el pasillo hacia el baño. Saliendo había huellas de sangre. Una vez adentro tuvo una sensación extraña. Las paredes estaban pintadas con sangre. Parecían trazos al azahar, pero no lo eran. Así como en la obra de todo buen artista, las manchas de sangre habían estado ahí desde mucho antes de que alguien las pintara.
En la bañera estaba la chica. El agua flotaba y la sangre se había acumulado al fondo. Sus ojos inexpresivos miraban el techo. No tenía ninguna mueca de dolor. Parecía que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba muerta. Luis se acercó a pocos centímetros del rostro del cadáver. No recordaba haberla visto en la fiesta. Era tan bella que resultaba difícil imaginársela pasando desapercibida. Pensó que tal vez la muerte le sentaba bien. Aquella chica iba a ser joven por siempre. Luis se puso de pie, ya que estaba en cuclillas, y miró una flor seca flotando sobre el agua.

32.
- Coco -le dijo Lola, mirándolo a los ojos-, me estoy matando lentamente…
- ¿En serio?
Coco tenía los ojos rojos y una sonrisa estúpida en la cara. El enorme cigarro de marihuana que había armado Lola se había consumido entre sus dedos. En el borde de una de las sillas para tomar sol se habían acumulado las pepas y los pequeños troncos. La bolsa de dónde había sacado la marihuana se había ido volando con el viento.
- ¿Por qué dices eso?
- Porque es cierto -dijo Lola.
La puerta que daba a la escalera seguía abierta. Lo poco que quedaba del cigarro de marihuana Lola lo tenía sujeto entre los dedos. Se lo pasó a Coco antes de decir:
- Todos creen que soy así porque soy una engreída. Todos allá abajo dicen que son mi familia, pero en verdad sólo me miran esperando que haga algo estúpido, como… ¡No sé! Cualquier cosa. La verdad es que no me entienden… nadie me entiende. Por eso… desde hace años, me mato lentamente…
- ¿Ah sí? -Coco sonrió.
Lola asintió. Le dio el último sorbo al cigarro de marihuana y lo tiró al suelo convertido en cenizas. Se limpió pasando ambas manos por sus caderas. Estiró su vestido verde haciendo notar sus pequeñas tetas. El piercing que tenía en una ceja brilló.
- Coco -dijo Lola-, tú eres de los que piensa que si el mundo dejara de girar, todos quedaríamos inmóviles…
- ¿De qué hablas?
- Se te nota en la cara, eres uno de ésos…
- ¿Y cómo son ésos?
Lola posó una mano sobre el hombro de Coco.
- ¿A qué le tienes miedo? -Le preguntó Lola.
- A nada.
- Todos le tenemos miedo a algo. Yo les tengo miedo a las moscas… Sí. ¡Ya sé! Todo el mundo dice que es un miedo estúpido. Pero desde que pasaron “La mosca” en canal dos, decidí que eran unos monstruos horribles. Sólo que como son chiquitos no te das cuenta…
Coco visualizó un palo de golf tirado en el piso. Tenía el mango un poco oxidado. Junto había otros más, metidos en un estuche viejo. El que estaba afuera era especialmente grande. Lola cogió a Coco de las solapas y le estampó un beso en los labios. Coco intentó gritar. Lola lo agarró del cuello y metió la lengua en su boca.
Cuando terminó de hacerlo se quedaron callados. Lola sonreía. Coco se dejó caer de espaldas a uno de los sillones y se puso a mirar las estrellas. Le echó un rápido vistazo al palo de golf que estaba en el piso pero las piernas de Lola lo taparon.
- Coco -le preguntó Lola-, ¿qué fue eso?
Permaneció callado. Decidió seguirle el juego. Las mejores preguntas son las que se responden solas. Lola siguió diciendo cosas. Coco decidió quitarle el volumen. Automáticamente la puso en MUTE. Era maravilloso. Acercó la toma al palo de golf que yacía en el piso.
Se puso de pie como quien da un corto paseo por el techo. En el jardín las cosas habían adquirido un matiz extraño. Había poca gente y daba la impresión de que la fiesta había acabado. Sin embargo, afuera seguían los carros estacionados. Resultaba intrigante.
Lola seguía moviendo los labios. Coco recogió el palo de golf y aguantó una risa. Aquello era delirante. Se sintió como en un programa cómico. Empezó a jugar con él como si fuera una espada, a la derecha y a la izquierda. Lola seguía hablando de su infancia. Lola era una de ésas niñas enamoradas de su padre. Fue entonces cuando Coco le pegó un golpe en la nuca. Lola se precipitó hacia adelante cayéndose al piso. Una vez en el piso Coco empezó a golpearla. Lola no parecía oponer resistencia. Era como un muñeco de trapo a merced de un malvado niño con un palo de golf.
Con el primer golpe Lola botó sangre por la frente. A pesar de que había sigo en la nuca, toda su cara se bañó de sangre. Ya en piso los golpes fueron poco certeros. Recorrieron su cuerpo desordenadamente, pasando por la espina dorsal y los muslos. Una vez que el palo de golf golpeó el piso, se dobló en dos volviéndose imposible de maniobrar. Coco estuvo ocupado tratando de enderezarlo un buen rato, sin mayores resultados. Luego dejó el palo de golf tirado en el piso y fue en busca de algo más contundente.
Entre las cosas que había ahí olvidadas -el techo era una suerte de depósito- encontró un montón de juguetes viejos y una bolsa de ropa que los Bobadilla se habían rehusado a regalar. Coco encontró un alambre viejo y decidió estrangularla.
Lola empezaba a volver en sí cuando Coco se sentó encima de ella. La posición sería algo sexual si fuese Lola quien estuviera encima, pero en la que estaban era de lejos un estrangulamiento. Coco pasó el alambre por el cuello de Lola y empezó a tirar de él hacia arriba. Ella empezó a forcejear. En ése momento ni Lola ni Coco pensaban en nada. Ambos tenían la mente en blanco. La cara de Lola fue volviéndose roja. Coco, por el contrario, tenía una expresión de felicidad en el rostro. Fruncía el ceño y sacaba la lengua mientras sonreía y tiraba del alambre oxidado. Finalmente, algo se rompió.
Le había roto el cuello. No la había logrado estrangular. Coco miró el palo de golf doblado y se le ocurrió romperlo. Con suerte podía sacarle punta y usarlo para atravesar a Lola o para violarla. Era una buena idea. Primero intentó hacerlo parándose encima, pero era un buen palo de golf y le costaba trabajo romperlo. Agarró un ladrillo y empezó a golpearlo. Pensó en reventarle la cabeza a Lola, pero la idea de violarla con el palo de golf le hacía gracia. Ella estaba tendida boca abajo con las piernas abiertas.
Después de un buen rato logró romper el palo de golf en dos. Una punta gruesa y retorcida quedó en el extremo de una de las partes. Coco se puso de pie. Se acercó a Lola y comprobó si seguía viva tomándole el pulso. Le miró el trasero pensando en cómo haría para violarla con la punta del palo de golf. Era cuestión de sacarle las medias de nylon, el calzón, levantarle un poco el trasero y metérselo con fuerza, como si lo clavara en la tierra. Era básicamente lo mismo. Sin embargo, se desanimó de hacerlo. Era una mala idea.
La puso boca arriba y se sentó encima. Levantó el palo como si fuera una estaca de metal. Lo bajó rápidamente clavándoselo en el pecho. La primera vez no dio resultado. No tenía suficiente punta. La segunda vez le hizo una herida entre los pechos. La tercera vez fue cerca del cuello. Le hizo una herida roja de la que brotó un poco de sangre. La cuarta vez fue en el estómago. Lola parecía muerta. Finalmente se lo clavó en el costado izquierdo del corazón. Salió tanta sangre que bañó a Coco y llegó hasta el segundo piso bajando por las escaleras.

33.
Álvaro se sintió fastidiado. El baño del primer piso olía terrible. Después de la cena alguien había vomitado, las chicas con su periodo habían dejado en el basurero toallas higiénicas sucias, sus amigos habían inhalado cocaína, Almendra le había dado besitos al espejo. Todo esto hacía que en el baño de los Bobadilla flotara una acumulación de pestilencias. Álvaro tuvo que prender un cigarrillo antes de sentarse a cagar.
Una vez que acabó se miró en el espejo. Su semblante era un desastre. Buscó en el bolsillo interior de su saco una papelina llena de cocaína y sin dejar de mirarse en el espejo Álvaro hizo una línea de polvo blanco sobre el bidet. La cocaína entró por sus fosas nasales perforándole el cartílago.
Una vez afuera el desorden era absoluto. La música de Miles Davis era opacada por un sinnúmero de voces que perforaban la sala en forma de murmullo. Variaba dependiendo de dónde estuviera uno parado. La mayoría se habían aglomerado alrededor de las escaleras.
Encontró a Patricia tendida boca abajo en el sillón más grande de la sala. Nadie se había dignado a acompañarla. Todos llevaban vasos de cerveza o copas de vino. A ella se le había corrido el rimel de tanto llorar. No llevaba su vestido de novia. El pelo lo tenía desordenado. Álvaro se dejó caer a su costado.
- ¿Qué es todo esto?
- Hubo un accidente -se animó a decir Patricia-, la chica… que era mi dama de honor, se cortó las venas en el baño…
La expresión en el rostro de Álvaro fue cambiando progresivamente. Luego de que Patricia le diera la noticia, Álvaro se quedó tieso. ¿Qué significaba todo aquello? Alguien había muerto el día de su boda. Las puertas de la casa estaban cerradas. Estar en el jardín resultaba peligroso. Los mozos se confundieron con los invitados. Todos llevaban ternos oscuros. El ambiente parecía ahora en el de un funeral.
Luis encontró a Rafaela en la cocina. Los cocineros fumaban cigarrillos con la televisión prendida. Películas gringas por canal cinco. Eso caldeaba aún más el ambiente. Rafaela llevaba puestos sus zapatos chinos negros. Cortaba un pedazo de asado con un cuchillo eléctrico. Luis tuvo que hablarle en susurros.
- ¿Qué pasó allá arriba? -Le preguntó.
Rafaela dejó el cuchillo eléctrico a un costado. Caminó hasta el otro extremo de la cocina y cogió un plato de la alacena. Sus zapatos chinos dejaban huellas de sangre.
- ¿Qué crees que pasó?
- Sáltate las partes obvias.
Rafaela se acercó hasta donde estaba Luis. Dejó el plato de cerámica junto al asado. El cuchillo eléctrico seguía conectado. Un cocinero que miraba la televisión botó una nube de humo por la boca. La película que pasaban por canal cinco se puso tensa.
- ¿Crees que tengo algo que ver?
- Eso del suicidio, es una tontería…
- ¿Crees que tengo algo que ver?…
- Sólo tú puedes demostrarme lo contrario…
Rafaela acercó su rostro al de Luis. Una mezcla de atracción y repulsión se apoderó de él. Sólo así pudo ver con claridad la expresión amarga de Rafaela. Pronto hubo también chorros de sangre en la cocina. Las paredes estaban bañadas de pintura roja.
Ella se sirvió el pedazo de asado que había cortado y empezó a comer. Le preguntó al cocinero dónde estaba el puré, a lo que éste le señaló una olla encima de una de las estufas. Rafaela, con una sonrisa en el rostro, se sirvió puré.
- Va a ser el asado más triste de toda mi vida -apuntó Rafaela con una voz llena de ironía.
- Dime si fuiste tú… -le rogó Luis.
Tiró el plato sobre el lavatorio sin acabar de comer. Su vestido azul marino ya no la hacía verse sensual. Ahora, por el contrario, parecía una chica enferma, llena de problemas. Al menos eso le pareció entonces a Luis.
- Si piensas que soy capaz de matar a alguien así, a sangre fría, en mi propia casa, estás muy equivocado…
Luis se quedó callado.
- ¿Y lo de Álvaro? -Le preguntó, después de un rato.
Rafaela dejó de raspar la olla arrocera. Tenía pedacitos de verdura entre los dientes. Se quedó mirando a Luis. Parecía estar llena de miedo y a la vez sintiendo una felicidad extraña. Matar a Álvaro. Deshacerse de su cuerpo. Cortarlo en pedacitos hasta hacerlo desaparecer. Todas eran fantasías maravillosas tratando de volverse realidad. En ése momento Luis no dejaba de preguntarse: ¿qué extrañas razones hacían que Rafaela quisiera matar a Álvaro?
Rafaela se abalanzó sobre el cuchillo eléctrico que había dejado junto a la cocina a gas. El cuchillo seguía conectado. Con presionar un botón, el cuchillo empezó a mover sus dientes a una velocidad impresionante. A vista y paciencia de los cocineros, Rafaela empezó a jugar que cortaba a Álvaro en pedacitos.

34.
El travesti le dijo que le podía presentar a alguien que hacía ése tipo de trabajos. Álvaro sintió escalofríos, era la luz al final del túnel. El travesti le dijo que tomara la carretera Panamericana sur. En el camino Álvaro paró para echarle gasolina al carro. Aprovechó para bajar a estirar un poco las piernas. Se dirigió a la chica que atendía en el Mobil Market y pidió una cajetilla grande de Lucky Light. Pensó en pedir algo de comer pero no sintió hambre. Se miró el reflejo de la ventana y se vio a sí mismo con el pelo sucio y la camisa fuera.
Volvió abriendo la cajetilla de Lucky Light. El tipo que le echó gasolina al carro le advirtió que no se podía fumar dentro del grifo. Álvaro lo miró de manera inexpresiva. Pagó con su tarjeta Visa. Cuando subió al carro le preguntó al travesti hacia dónde se dirigían.
- Tenemos que seguir por la Panamericana sur hasta Atocongo, luego tomamos Evitamiento y de ahí hasta Pista Nueva…
- ¿Eso es?
- Villa María.
Álvaro encendió el motor del carro. Volvió a la carretera Panamericana. A la altura de Atocongo volteó y llegaron a una calle oscura que era Evitamiento. Luego fueron por Pista Nueva. Llegaron a una zona infértil, de calles silenciosas, alumbradas por postes de luz. En el horizonte sólo se veían más postes de luz y uno que otro carro con las luces encendidas. En la esquina había una bodega. Una chica los miró desde ahí. El travesti bajó. Saludó a la chica y le dijo a Álvaro que esperara. Álvaro prendió un cigarrillo mientras lo veía alejarse. El travesti se metió a un callejón oscuro. Tocó una puerta y empezó a llamar a alguien. Pasó un buen rato sin que nadie saliera. Álvaro iba poniéndose cada vez más tenso. Miraba constantemente su espejo retrovisor. Encadenaba cigarrillos. Volteaba súbitamente para ver si venía alguien. Finalmente terminó bajando del carro.
- No hay nadie -le dijo el travesti.
- ¿Y ahora? -preguntó Álvaro.
Se escuchó un silbido. Más allá de la bodega, por donde subía la calle, un grupo de chicos venía en dirección contraria. Tomaban ron, vestían casacas y pantalones enormes. Uno llevaba una gorra. Álvaro pensó en correr.
- No les hagas caso -susurró el travesti.
Álvaro le preguntó por el tipo. El travesti levantó los hombros. Cuando el grupo estuvo lo suficientemente cerca, el travesti les preguntó por el tipo. Uno de ellos, alto y de buzo negro, le dijo que el tipo al que buscaban se había ido de viaje a la selva.
- ¿Quieres chamos? -Preguntó el tipo alto, de buzo.
Álvaro negó con la cabeza.
- ¿Entonces qué chucha quieres?
El travesti le susurró a Álvaro que se fuera. Álvaro dudó antes de responder. Apenas se había empezado a sentir cómodo en Villa María, con un codo apoyado en la ventana de su carro. La mirada del travesti le decía: no digas nada. Pero a la vez le preguntaba, como las chicas cuando están enamoradas: ¿qué es lo que quieres? Pero Álvaro no sabía cómo responderles.
Sacó del bolsillo una foto de Almendra. Se la extendió al chico alto, como proponiéndole un trabajo. Le dijo que quería que esa chica desapareciera. Es decir, que alguien la desaparezca. El tipo del buzo negro hizo una mueca -que era en realidad una media sonrisa burlona-, tenía la espalda apoyada contra la pared y bebía ron de un vasito de plástico. Sus amigos se rieron. Él también se rió. Uno de ellos escupió.
- ¿Qué pasa, causa -preguntó el tipo grande, de buzo negro-, quieres que le de vuelta?
- Atrás dice dónde vive, dónde trabaja y a qué hora sale…
- Espera un toque, causa. Yo no hago esa chamba -dijo, tirando al suelo la foto-. Si quieres darle vuelta, hazlo tú mismo…
Uno de los que estaban tomando ron en el piso sacó una pistola grande y vieja, de metal. Álvaro se sintió encañonado. Buscó con la mirada al travesti, pero no lo encontró por ningún lado. Qué día, pensó. Luego cayó en la cuenta de que en menos de una semana estaría casado.
- Linda, ¿no? -le preguntó el tipo grande, de buzo.
Álvaro asintió con la cabeza.
El tipo le apuntó con la pistola. Uno de los que estaban ahí sentados se puso a inhalar cocaína en un rincón. Todos los demás miraban la escena divertidos. El tipo grande, de buzo, preguntó:
- ¿Cuánto iba a caerme por darle vuelta a la jerma?
Álvaro negó con la cabeza.
- Quinientos soles -dijo, levantando los hombros. En realidad estaba dispuesto a soltar mucho más. Luego se las arreglaría en el trabajo. Haría horas extras. Dejaría los vicios. Se volvería un hombre de bien…
- Dame tu billetera…
Álvaro sacó del bolsillo su billetera y se la dio. Estaba demasiado cansado y atemorizado como para discutir. El tipo de la pistola contó el dinero. Había poco más de ochocientos soles. Todos parecían contentos. La billetera era de piel genuina. Se la tiró por la cara con todos sus documentos. Luego le tiró la pistola.

35.
- ¿Muerta? -Preguntó Álvaro.
Patricia miraba un punto en la nada. Ambos estaban sentados en el sillón rojo. La gente parecía indiferente con lo sucedido, como si aquello formara parte de una película que acabaran de ver por televisión. Algunos reían y otros chocaban sus copas.
- No lo puedo creer -dijo Álvaro, negando con la cabeza.
- Pues más vale que te lo vayas creyendo.
Patricia hablaba sin mirarle a la cara. La gente pasaba frente ellos sin prestarles atención. Uno de los músicos tocaba la guitarra sentado en un poof.
Álvaro cerró los ojos. El frac que llevaba puesto le empezó a incomodar.
- ¿Cómo se pudo haber matado? -preguntó Álvaro.
- ¿Esperas que yo lo sepa?
- Vaya, necesito un trago -dijo.
Afuera empezó a llover. En el techo las gotas de lluvia caían sobre un charco de sangre. Coco, sentado en un rincón, sacó la lengua y probó la lluvia. Era refrescante. Después de todo, había cosas refrescantes por las que valía la pena sacar la lengua. Permaneció así un buen rato.
Luis salió de la cocina. La música de Miles Davis había acabado. Sólo se escuchaba el murmullo de la gente en la habitación. Sokolich lo abordó diciendo que tenían algo importante de qué hablar. La cara de Sokolich brillaba. Estaba bañado en sudor y arrastraba las palabras.
- Tenemos algo importante de qué hablar.
- Está bien -dijo Luis-. Pero creo que este no es el mejor momento.
- No me has dicho todo lo que sabes.
Luis movió la cabeza de un lado a otro.
- ¿Usted cree?
Álvaro prendía y apagaba la lámpara que tenía a su derecha. Parecía concentrado en eso. Había conseguido una cerveza y se había sentado en el sillón rojo junto a su esposa. No había abierto la boca, pero su actitud de arrogancia y desprecio hacia todo era obvia.
- Esto no va a funcionar -dijo Patricia.
- ¿Qué cosa no va a funcionar? -Preguntó Álvaro.
Rafaela salió de la cocina. Sus zapatos chinos negros todavía dejaban manchas de sangre a su paso. Con una seña hizo llamar la atención de Álvaro. Sus miradas chocaron. Los sensores de la cocaína se activaron en el cerebro de Álvaro. Dieron luz verde a pensamientos que se aglomeraron y atropellaron unos con otros.
Coco se quitó la camisa. El sonido de una sirena se escuchó a lo lejos. Sonrió para sí mismo y contemplo la manera más adecuada de escapar. Distinguió las luces rojas acercarse a la casa. La adrenalina lo hizo entrar en razón. Calculó cuánto daño le haría saltar al jardín, o aunque sea, alcanzar el borde de la pared de los vecinos.
Álvaro se puso de pie. Caminó frente a todos los parientes y conocidos que quedaban. Rafaela caminó en dirección opuesta. Por las ventanas se podía ver a la lluvia caer. El timbre de la puerta sonó. Había llegado la policía o la ambulancia. Rafaela se escabulló entre rostros y bocas. Álvaro sonrió.
Por la ventana, desde un ángulo que sería imposible de ver, Coco bajaba trepado de un árbol de moras. Estaba sin polo. La lluvia le mojaba el pelo y el viento que azotaba las ramas de los árboles le hacía más difícil la huída.
- ¿Fue violación? -Preguntó Sokolich.
- ¿Y usted qué cree? -Respondió Luis.
El escritorio de Bobadilla era de madera tallada y se respiraba un aire a guardado. Rafaela prendió una lámpara que despedía una luz tenue. Las cortinas estaban cerradas. Álvaro recordaba que eran púrpuras aunque ahora parecían más bien negras. Rafaela, con una expresión rara en el rostro (ciertamente era una expresión que Álvaro no tenía registrada en la memoria), se acercó hasta donde estaba él con las manos extendidas, como un ciego caminando en la oscuridad. Álvaro se quedó parado y le respondió el beso con extrañeza. Una mano cerró la puerta con llave.
Finalmente Coco cayó al jardín. Fue una caída seca, como plomo, como un ángel caído de plomo. Se reincorporó después de un rato, gruñendo de dolor, sujetando la pierna que se había golpeado al caer. Estuvo así un buen rato, tendido boca arriba, sin polo, mirando a la luna que se hizo presente un instante, mirando la lluvia caer, sintiendo aquellos puntitos perforarle el rostro, derretirlo con furia, haciendo añicos su existencia.
Entraron a la casa con una camilla. Se abrieron paso. Subieron las escaleras. Corrieron por el pasillo. Eran paramédicos. La escena en el baño los impresionó. La sangre en las paredes dibujaba trazos de pintura roja. No podían levantar el cuerpo hasta que llegara el fiscal, así que se dedicaron a contemplarlo. La chica era hermosa.
Los besos se volvieron oscuros. Cosas que pasan. La penumbra les otorgó intimidad. Álvaro le empezó a tocar las tetas por debajo de su vestido. Rafaela se angustió. Era como besar a su hermana. Ahora él le metía la lengua en la boca y le besaba la nariz, los ojos, los labios. Hacía sonidos al hacerlo. Luego le besó el cuello. Finalmente le besó los pezones. Rafaela empezó a disfrutarlo. Separó las piernas. Se humedeció. Álvaro empezó a reírse. Ambos cayeron en un sillón marrón. Junto había un estante lleno de libros que llegaba hasta el techo.
Álvaro hundió su boca en la entrepierna de Rafaela. Ella empezó a gemir de placer. Álvaro intentó quitarle el calzón. Rafaela se lo impidió. Cogió el cuchillo de bronce que usaba su papá para abrir las cartas. Álvaro reaccionó preguntándole qué le pasaba.
- ¿Qué pasa? -Le preguntó.
- ¿Me quieres?
Álvaro sonrió. Se había desabrochado el pantalón y miraba a Rafaela con sorna. Asintió con la cabeza y dijo que sí. Sujetaba su pantalón con ambas manos y tenía la camisa fuera. Por ahí se veía una prominente erección. Cuando se puso de pie, Rafaela le preguntó:
- ¿Me cambiarías por Patricia?
Álvaro respondió que no sabía, que era probable. Lo de Patricia y él ya no funcionaba más. Por alguna razón, todo se había ido al carajo. Así lo dijo, sin escatimar palabras. Todo se había ido al carajo. Tal vez en parte era culpa suya. No lo creía, pero así lo dijo. Tal vez era culpa de la chica que se había cortado las venas en el piso de arriba. ¿Cómo saberlo? Pero algo era seguro. Ya no quería más a Patricia.
La sonrisa de Álvaro nunca había estado tan expuesta, tan marcada su rostro. Rafaela nunca lo había visto así, tan en estado puro. Siempre lo había intuido pero aquello era espectacular. Una sonrisa que representaba la decadencia humana.
- Espera -le dijo Rafaela, poniéndose de rodillas, bajándole el cierre del pantalón. Álvaro cerró los ojos y puso su mente en blanco. Aquella si era una buena chupada. Pero entonces, algo pasó.

36.
Nelson Aguirre bajó de su coche al amanecer del día domingo, frente a la casa de los Bobadilla. Esquivó la cinta amarilla que le franqueaba la entrada. Su grafico llevaba una cámara digital y le seguía los pasos a pocos metros de distancia. Ambos tenían aspecto de estar cansados. Habían aceptado cubrir la nota a regañadientes. Al diario le gustaban las fotos frescas de cadáveres. Julio Chuqui, su editor en jefe, cuando los mandó de comisión, ya tenía un titular en mente: PITUCO MASACRA FAMILIA EN MATRI.
La noticia había llegado demasiado tarde a la redacción. La edición matutina ya había salido de la imprenta y estaba siendo distribuida como pan caliente. El que dio el dato fue un policía corrupto con quien se había llegado a un acuerdo.
Nelson Aguirre, que en realidad era el editor nocturno, suspiró. El chico al que habían enviado de gráfico nunca antes lo había visto en su vida. Había aparecido en la redacción con una cámara digital a las cinco de la mañana y se subió al coche. Calculó que debía tener entre diecinueve y veinte años. Durante el trayecto no se dijeron palabra. Nelson Aguirre aprovechó para echar una cabeceada y dormir unos minutos.
Una vez en la puerta los policías les impidieron la entrada. Nelson Aguirre intercambió unas cuantas palabras con ellos. Eran los primeros en llegar. Los policías estaban listos para impedirle la entrada a los medios. Sin embargo, el diario tenía contactos. El detective de homicidios era amigo. Más de una vez le había dado exclusivas por favores que eran retribuidos más tarde. El detective los dejó entrar.
El jardín de la casa de bobadilla era cubierto por el toldo. Estaban las sillas, las mesas y el bar. Los músicos habían dejado los instrumentos y el pequeño escenario lucía ahora desierto. Con un poco de imaginación, Nelson Aguirre pudo ver cómo había sido la fiesta. Casi pudo ver a las chicas con sus vestidos. Pudo imaginar a los novios en el umbral de la puerta. Vio la mesa donde una bolsa de hielo se había derretido por completo. Vio la sangre en el jardín. Entrando a la sala vio con tiza la silueta de un cadáver ausente. Un impacto de bala en la pared. Unos cuantos casquillos en el suelo. Nelson Aguirre preguntó si aún quedaba algún cadáver.
El detective de homicidios sonrió. Otro detective forense paseaba por la casa recogiendo pistas. Los cadáveres se los habían llevado hacía poco, pero aún había uno que acababa de descubrir. Nelson Aguirre sonrió. El gráfico disparaba fotos inútiles que jamás serían publicadas. Lo que valía era el cadáver, la sangre, la expresión sin vida de alguien…
Los llevó al estudio del señor Bobadilla. Ahí él guardaba sus documentos y pasaba la mayor parte del tiempo. La puerta estaba cerrada con doble llave, por eso les había costado abrirla. Habían forzado la chapa y la puerta (de caoba, como todo en aquella habitación) había sido una puerta difícil de romper. Adentro estaba él. Había muerto estrangulado y con fuertes contusiones en la cabeza. Su sangre lucía negra y cubría todo su rostro. Había algo de materia gris en la pared, como un cuadro expresionista de Pollock. Nada les había hecho pensar que aquel cadáver con el pantalón a la altura de las rodillas, en rigor mortis, era nada menos que Álvaro Sosa.
El gráfico, que se había quedado boquiabierto ante la escena (era, sin duda, la primera vez que veía un muerto), empezó a disparar con la cámara digital. Apuntaba el lente y disparaba. Cuando nadie se lo esperaba, el gráfico vomitó.
Uno de los policías lo sacó al jardín. Este tomó aire y se repuso. Aquella pestilencia que acababa de inhalar no se comparaba con ningún olor fétido que hubiera olido jamás. Alguien le pasó un vaso de agua que el gráfico bebió de un solo sorbo. Buscó la luz del día, porque acababa de amanecer, y se estiró levantando los brazos al cielo. Huyó del toldo, porque le daba una sensación de claustrofobia. Se paró junto a un árbol. Algunas ramas estaban torcidas. Sin pensar en nada les tomó una foto.
El detective de homicidios, tras fijar un nuevo precio que iba a pagar el diario a través de Julio Chuqui, llevó a Nelson Aguirre al segundo piso. Pasaron por el baño, ahí se había encontrado al primer cadáver. Había sido la dama de honor. Apareció con cortes en la yugular flotando en la tina. Mandaron a llamar al gráfico para que tomara otra foto. De todas formas, dijo el detective, podía darles luego algunas otras fotos. Eso era, por supuesto, otro precio y otra forma de pago.
Lo llevó al cuarto de la novia. Ahí había aparecido Patricia amordazada. Su muerte había sido menos dolorosa, si cabía el término. En realidad, había sido una muerte simple, menos complicada, menos espectacular. La habían amordazado con un pañuelo y le habían disparado en la cabeza, almohada de por medio, con un revolver. Los especialistas encargados de balística estaban en éste momento estudiando qué tipo de bala se había utilizado. Se sabía, por el momento, que un familiar de la víctima también había llevado un revolver al matrimonio.
- ¿Quién? -Preguntó Nelson Aguirre.
- Javier Ramallo.
Nelson Aguirre trató de hacer memoria. El nombre le sonaba a algo. Julio Chuqui le había informado rápidamente del caso por teléfono, pero Aguirre no le había prestado mucha atención. En aquel momento, al enterarse que iba a salir de comisión, tomaba su sexto café y se apretaba los ojos con una mano.
- ¿Y quién chucha es Javier Ramallo?
- El tipo que mató al asesino -dijo el detective. En seguida comenzó a explicarle el orden de los acontecimientos. El primer cadáver que se encontró fue el de la dama de honor, a eso de la una de la mañana. El detective lo llevó a una escalera de servicio que conducía al techo. Los escalones finales estaban manchados con un líquido negro y viscoso. Había otra silueta dibujada con tiza blanca. El detective de homicidios sentenció:
- Paola Ramallo.
Nelson Aguirre tomó nota.
- Se encontró su cadáver dos horas después del de la dama de honor. Lo hizo Luis Sosa, primo de la víctima.
- ¿Cómo así supieron quién fue el asesino?
El detective y Nelson Aguirre caminaron por el techo. En la calle, los canales de televisión hicieron acto de presencia. Unos ciclistas matutinos se aglomeraron a contemplar la escena. Una cámara filmaba a una reportera. La camioneta era de canal dos.
- Rafaela Bobadilla, la hermana de la novia, lo encontró en el jardín. Estaba medio desnudo. Dice que tenía una pistola. La chica le preguntó qué le pasaba y él se puso violento.
- ¿Quién era?
- Jorge Sokolich. Su papá era socio de Bobadilla en una empresa textil que enfrenta un juicio.
Nelson Aguirre silbó.
- Es grande la cosa -dijo.
- Ahí no acaba.
El detective lo llevó escaleras abajo. Volvieron a la habitación de Patricia. Se veía un tocador, un estante lleno de muñecos de felpa, el armario estaba abierto y el vestido de novia cuidadosamente colocado sobre una silla.
- No se sabe en qué momento exactamente asesinaron a Álvaro Sosa, pero se piensa que fue antes de que mataran a Patricia de un balazo en la cabeza. Después de esto, el supuesto asesino, es decir, Sokolich hijo, bajó las escaleras con la intención abrirse paso a balazos. Es cuando le dispara a un grupo de chicos amigos de la novia que bailaban… -El detective hizo un gesto con los ojos, separando las cejas-. Los médicos legistas se habían ido, llevándose el cadáver de la dama de honor. Bobadilla, hizo que el fiscal de turno pasara por alto las normas habituales, lo coimeó… -El detective levantó los hombros. Aguirre tomó nota-. Mira cómo son las cosas. El loco de mierda este baja las escaleras y al primero en dar vuelta es a Bobadilla. Lo raro del asunto es que la pistola que tenía solía atascarse. Disparó a los chicos que bailaban. -El gráfico tomó algunas fotos a las siluetas en el piso y a las manchas de sangre-. Todos gritaron. Todos lo vieron… -Señaló las siluetas en el piso, los casquillos, las manchas de sangre-. Se dirigió a la puerta -el detective señaló la puerta.
Salieron a la calle. Empezó a salir sol. Caminaron unos metros que se prolongaron y se volvieron cuadras, en dirección opuesta al Golf de San Isidro. Finalmente encontraron otras cintas amarillas y un cadáver en la pista junto a una mancha de sangre.
- Aquí terminó el hijo de puta -dijo el detective.
Nelson Aguirre asintió. El sol le caía en la cara, lo que le hacía achinar un tanto los ojos. Sonrió. Era una gran historia. El gráfico tomó otra foto.

37.
Un cable de teléfono le rodeó el cuello. Empezó a estrangularlo. El corazón de Álvaro latió con fuerza. La mirada de Rafaela lo hipnotizó. Álvaro empezó a dar patadas. Con un movimiento espasmódico pateó la cara de Rafaela. Ella chocó contra la mesa de caoba, desordenando documentos y fólderes. Un pisapapeles de mármol cayó al piso. De la boca de Rafaela empezó a manar sangre.
La cabeza de Álvaro empezó a enrojecer. Una vena en la frente le empezó a latir. Rafaela cogió el abrecartas de bronce y se lo clavó en el pecho. Fue inútil. No tenía suficiente filo y se quedó a la mitad. Álvaro empezó a gritar. La habitación estaba en penumbras. La lámpara cayó al piso y se rompió. Todo quedó a oscuras. Álvaro siguió gritando. Alguien le tapó la boca. Rafaela cogió el pesado pisapapeles de mármol y lo estrelló contra su cabeza. Repitió la misma acción varias veces, hasta que los movimientos de Álvaro cesaron.
Cuando todo hubo acabado trataron de limpiarse la sangre. Luis sentía las manos llenas de barro. Era desagradable. Rafaela prendió la luz del escritorio. La cabeza de Álvaro estaba bañada de un líquido negro. Ambos se miraron a los ojos. El silencio era ensordecedor. Se preguntaron si Álvaro estaría realmente muerto. La pared del escritorio estaba sucia de sangre. El pisapapeles de mármol (que en realidad era un cubo) se había roto en algún momento entre el sexto y décimo primer golpe.
Rafaela se echó a llorar. Luis sentía demasiada adrenalina y estaba demasiado acelerado como para articular algún pensamiento en concreto. Supuso que en situaciones así era normal bloquearse. Caminó como un zombi dando vueltas por la habitación sin pensar en nada, con la mirada perdida, como si no entendiera lo que había hecho. Miró a Rafaela y no sintió nada. Después de un rato le tomó el pulso a Álvaro y comprobó que estaba muerto. Tocó a Rafaela en un hombro y le dijo que lo mejor era largarse de ahí cuanto antes. Rafaela lo miró a los ojos.
- ¿Qué hemos hecho? -Le preguntó.
Lo que haría cualquier persona en su lugar, quiso decir Luis, pero comprendió entonces que sería inútil. Rafaela se puso de pie susurrando que estaba mareada. Luis la tomó del brazo. Salieron de la habitación. Cerraron la puerta con llave.

38.
Nelson Aguirre leyó el artículo en la revista CARETAS una semana después. No era mucho de comprar aquella revista ni cualquier otra, pero la imagen en la portada lo sedujo. Estaban las fotos de Luis Sosa y Rafaela Bobadilla. Abajo decía: Nuevos indicios señalan los verdaderos asesinos de la masacre en San Isidro. Aquello lo intrigó. Adentro el artículo no era muy largo, apenas unas cuatro páginas incluyendo nuevas fotos. El artículo señalaba a Sosa y a la joven Bobadilla como los verdaderos asesinos de la masacre. El artículo comenzaba así:
“En las últimas semanas, los asesinatos ocurridos la noche del sábado 13 de junio en San Isidro han estremecido a la sociedad limeña. No sólo por el número de víctimas que hubo ni por la naturaleza de los asesinatos, sino porque la historia tenía los elementos clásicos de un misterio policial.
“Hasta la fecha, sólo se conocía una versión oficial de los hechos: aquella que señalaba al fallecido Jorge Sokolich como el único asesino, capaz de matar a sangre fría y sin ningún motivo aparente a nueve personas durante la celebración de la boda de su primo. Tal teoría queda hoy descartada. Huellas digitales encontradas en la escena del crimen señalan a otros dos implicados…”.
El artículo citaba al detective Toño Angulo: “Las huellas se encontraron en el cuarto de Patricia Bobadilla y en el objeto contundente con el que mataron a Álvaro Sosa. Además, la muerte de éste último implicó desde un principio dos o más asesinos…”. Y el detective finalizaba: “No se descarta la participación de Jorge Sokolich, es claro de que asesinó a Sebastián Bobadilla ya que hay testigos”.
Aguirre pasó las páginas con rapidez. Se sintió pesado y en estado de vigilia. Su lámpara en la mesa no alumbraba lo suficiente y había pulgas. Se empezó a rascar. La idea de haber sido el primer periodista en llegar a la escena del crimen resultaba estimulante. Su trabajo como periodista hasta entonces sólo había consistido en vigilar la impresión del diario. Justamente eso estaba haciendo cuando leyó el artículo y decidió escribir algo más sobre él.
La primera plana en el diario le había parecido sosa y escueta. Trataba la masacre de forma sensacionalista e inexacta. A pesar de haber aprovechado al máximo el espacio -habían ocupado la portada y la contraportada de forma vertical- con el sensacional titular: ¡MALDITO!, junto a la foto del cadáver de Jorge Sokolich, aquello le había parecido insuficiente. La historia del asesinato múltiple en San Isidro era mucho más espectacular y merecía un mejor tratamiento.
A la mañana siguiente, antes de volver del trabajo, llamó de un teléfono público al detective encargado del caso. Toño Angulo contestó desde su oficina en la División de Homicidios. Su voz sonaba amarga y arrastraba las palabras. Nelson Aguirre le pidió una entrevista con él.
- ¿De qué se trata? -Preguntó el detective.
Nelson Aguirre le explicó que quería escribir algo sobre el homicidio múltiple de San Isidro, algo que fuera más allá de una pequeña nota en el diario chicha donde trabajaba, incluso algo más que el artículo que había leído en CARETAS, quería escribir un libro entero y descubrir al final (sólo a través de aquel libro) quién había sido el asesino, o los verdaderos asesinos, y vengar así de una vez por todas ésas muertes innecesarias.
- Ah, ¿sí? -Preguntó el detective con sorna.
Nelson Aguirre asintió:
- Sí -dijo-. Así que necesito entrevistarme contigo.
Un pito anunció que la llamada estaba por acabar. Nelson Aguirre metió otra moneda más de un sol. El cielo se volvió blanco, luego otra vez azul y luego otra vez blanco.
- Mira -dijo el detective-, me interesa una puta mierda tu libro y me interesa una puta mierda tu vida…
Nelson Aguirre se concentró en el sonido vacío de la línea telefónica una vez que el detective hubo colgado. Se sintió insignificante. Pensó en el detective Angulo. Debía llevar muchos días sin dormir. Eran las siete y media de la mañana de un día soleado de otoño. La línea telefónica sonaba tu, tu, tu. Se preguntó de dónde podía venir aquello…

39.
- ¿De qué trataba Crímenes perfectos?
Estaban sentados en las escaleras. Algunos amigos de Patricia bebían lo que sobraba de licor. Luis pensó en la pregunta Rafaela. No sabía si se lo estaba preguntado a él, porque más bien fue como una pregunta al aire. No supo cómo responderle entonces. En otras circunstancias le habría dicho que se trataba de un triángulo amoroso, en donde la principal implicada es una estudiante lesbiana y fea, pero pensó que tal vez eso no era a lo que ella se refería. Quiso decirle entonces que se trataba del crecimiento, que en su libro los personajes nada más están creciendo, pero como parte de ése crecimiento tenían que deshacerse de aquellos quienes les impiden crecer.
- Suena como si los justificaras -dijo Rafaela.
- Nada más son personajes -aclaró Luis-. Además, por eso no lo hicimos nosotros
- ¿No?
Luis negó con la cabeza.
- ¿Entonces por qué lo hicimos?
- Por cuestiones prácticas, por venganza, pero no por crecimiento, eso sería absurdo -replicó Luis-. Nadie mata porque está creciendo…
La mirada de Rafaela lo hipnotizó, tenía los ojos fijos en un lugar fuera de su alcance visual, aún así, su mirada lo hipnotizó. Luis entró en una especie de transe. Pensó en las posibles formas en las que podía haber acabado su libro. En un principio había pensado en que la estudiante lesbiana y fea debía matar a todos por el simple hecho de ser una estudiante lesbiana y fea, pero conforme fue avanzando la historia se dio cuenta de que aquel motivo era insuficiente. Se necesita más que ser lesbiana y fea para matar a alguien. Entonces se dio cuenta.
Cualquiera puede matar a cualquiera. La mayoría de gente que anda por ahí merece morir de manera espantosa. Todos pudieron haber matado a cualquiera en su pequeño libro. Era sólo cuestión de enfoque. Así que en el primer cuento tenemos a la estudiante lesbiana y fea planeando durante incansables noches en vela un asesinato múltiple, que acabará con todos aquellos que no la dejan crecer. En el siguiente cuento la chica que en un principio provoca a la estudiante lesbiana y fea mata a su enamorado, ahogándolo con una almohada mientras hacen el amor. En el siguiente, el chico mata a una tercera chica (fea, pero no lesbiana) con su indiferencia, hasta que ella decide cortarse las venas. En el cuarto cuento, la estudiante lesbiana y fea lleva a cabo su venganza, todos mueren de distintas y dolorosas maneras durante una fiesta. En el siguiente cuento sucede lo mismo, excepto que la estudiante lesbiana y fea no mata a nadie. En el siguiente cuento la chica que se corta las venas es la que mata al chico. En el siguiente cuento el que asesina es el chico, luego de violar a las tres chicas, incluyendo a la lesbiana.
- ¿Entonces por qué lo hicimos?
- Porque podíamos… -respondió Luis.
- Eso no tiene sentido -dijo Rafaela, antes de ponerse a llorar.
- Tal vez no tenga sentido.

40.
Los labios de Almendra eran dulces para él. Estaban estacionados frente al edificio donde la iba a dejar, en Miraflores. A él le pareció extraño, porque recordaba que Álvaro había mencionado que Almendra vivía en San Miguel. Ella se excusó diciendo que vivían ahí sus padres.
Había sido una noche larga, él había comprado una botella de agua mineral para los dos. Ella seguía con la cara hinchada debido a los golpes. A pesar de todo, en el camino, Almendra había adquirido un buen semblante. Hablar con él había sido gratificante. Se lo dijo juntando ambas piernas y estirando el brazo que tenía bien. Después de un rato se besaron.
Los labios de Almendra eran de caramelo. Después de un rato de estar besándose, ella le dijo para pasar la noche juntos. Le explicó que sería vergonzoso despertar a sus papás y hacerles pasar una mala noche. Dijo que eso la deprimiría aún más. El amigo de Álvaro, Michael Thorndike, sonrió levantando los hombros, diciendo:
- Vamos a mi departamento…
En el camino Michael le contó que siempre había pensado que Álvaro la maltrataba psicológicamente, y que esa noche había comprobado que el maltrato era también físico. Dijo que eso él no lo iba a permitir. Almendra lo miró fijamente.
- ¿Y qué piensas hacer? -Le preguntó.
Michael separó las cejas. Miró la hora en el reloj del carro. Maldijo entre dientes. Trató de pensar en una buena excusa. Almendra le dio un beso cerca de los labios y se lo agradeció por adelantado. Luego se recostó sobre sus piernas, mientras él conducía.
- ¿Vas a ir a decírselo? -Preguntó Almendra- ¿Qué le dirías?
- No lo sé, le gritaría… -improvisó Michael.
Almendra se reincorporó. Michael estacionó el carro. Trató de buscar una mejor respuesta. No se le ocurrió ninguna. Luego vio el moretón que tenía Almendra en la cara y le dijo:
- Lo golpearía en la cara.
Almendra sonrió, aplaudió con una sola mano. Se besaron. Michael tuvo cuidado al besar sus heridas. Ella suspiraba con cada beso. Michael adoró sus labios. Eran rojos como imaginó que sería su ropa interior. De inmediato quiso tener sexo con ella. Se dio cuenta que había sido una fantasía secreta que albergaba desde hacía tiempo.
- Quiero que lo golpees -dijo Almendra entre suspiros y pequeños quejidos.
- Lo golpearé -dijo Michael, besándole el cuello- hasta hacerlo sangrar, aunque sea un poco.
- Que sangre -dijo Almendra con los ojos cerrados.
- ¿Mientras más sangre mejor? -preguntó él.
- Ay… -dijo Almendra, en susurros, mientras Michael introducía sus dedos dentro del calzón rojo de ella.

41.
Nelson Aguirre estaba viendo televisión cuando se enteró. Era como si las pulgas lo siguieran. Se rascó la cabeza. Puso el noticiero por canal siete y ahí estaban otra vez. Luis Sosa y Rafaela Bobadilla en Madrid. Luis Sosa y Rafaela Bobadilla comprando bisutería. Luis Sosa y Rafaela Bobadilla habían engañado a todo el mundo. El motivo de los asesinatos por fin tenía un móvil: el dinero de la empresa textil, el juicio que enfrentaba la empresa por discriminación sexual, que derivaba en una negligencia que había provocado la violación de la tal Rita Huarcayo. Si escribiera un libro sobre los asesinatos, pensó Nelson Aguirre, tendría que comenzar con la violación a Rita. Revisó sus apuntes. Rita Huarcayo, 38 años, había sido violada en su trabajo a principios del mes de febrero. Durante la vejación además fue golpeada y víctima de contranatura.
Nelson Aguirre imaginó la escena. En la fábrica es un día soleado de febrero y todos los trabajadores están tensos. Llega Rita Huancayo quien, además, no es en lo absoluto atractiva. Entre los empleados de la fábrica corre el rumor de que está embarazada. La tensión entre los trabajadores de la fábrica se incrementa a la hora del almuerzo. Rita Huarcayo es la única empleada mujer que trabaja en la fábrica. Cuando se dirige a los lavados es cuando sucede. Sin ningún motivo aparente todos entran al baño y empiezan a rodearla. Ella intenta pedir auxilio pero los supervisores de la planta han salido a almorzar ese día.
Es cuando Luis Sosa aparece en la historia. Trabajaba en la planta como supervisor suplente en control de calidad y según los informes ésa tarde él se quedó a almorzar también en la fábrica. Si bien es posible que no se haya enterado o que no haya marcado su hora de salida, también es probable que haya caminado entre los trabajadores de la fábrica -su trabajo no era muy distinto al de ellos, apenas ganaba un poco más- y se haya bajado los pantalones ante el trasero adolorido de Rita y haya participado también de la violación. En ése momento, el cerebro de Nelson Aguirre volaba deliberadamente y sin restricciones.
Es posible incluso, dedujo Nelson Aguirre, que haya sido el mismo Luis Sosa quien avisó a los trabajadores de que no había nadie en la planta. No era difícil de imaginar entonces, cuando todo parecía incriminarlo. Más allá de que Luis Sosa fuera culpable o no, Nelson Aguirre podía verlo planeándolo todo.
Luis Sosa y Rafaela Bobadilla en el metro de Madrid. Luis Sosa y Rafaela Bobadilla de paseo por el mar de Barcelona. Se les ve feliz y de la mano. Ambos se besan. Las fotos las había sacado un fotógrafo contratado por Marcela Bobadilla. En poco tiempo la sangre había llegado a los medios.

42.
Los días siguientes se dedicó a investigarlo. Habló con periodistas que también seguían el caso. Se reunió con algunos de ellos y compartieron datos. Nelson Aguirre fanfarroneaba de haber sido el primer periodista en la escena del crimen. Los demás soltaban información rápido. Luis Sosa había escrito un libro. Luis Sosa había sido enamorado de Patricia. Luis Sosa era sin duda un hijo de puta capaz de engañar a cualquiera. Un periodista joven, de unos veintidós años, con una barba horrible en el rostro, lo comparó con Tom Ripley.
Puras exageraciones, pensó entonces Nelson Aguirre. Comparó datos, falseó informaciones y filtró otras. Jugó al teléfono malogrado. Consiguió el número de uno de los testigos principales. Al comienzo fue imposible ubicarlo. En la agencia donde había trabajado Álvaro Sosa se mostraban reacios a hablar del tema con la prensa.
Sólo pudo hablar con él una vez que se supo que Rafaela y Luis iban a ser trasladados a Lima desde Madrid. Se encontraron en el Haití de Miraflores. Michael Thorndike vestía un traje negro, camisa blanca y corbata negra. Usaba anteojos de sol a pesar de que había llegado el invierno. La neblina había descendido a la ciudad y el frío obligaba a un trasnochado Nelson Aguirre a usar chalina, mitones y casaca de cuero. Michael Thorndike lo saludó con un ligero movimiento de cabeza.
- ¿Nelson Aguirre? -preguntó.
Nelson Aguirre asintió. De inmediato se le acercó un mozo. Aguirre vio que Thorndike sólo había pedido una gaseosa blanca y se animó a pedir un café. La hora del almuerzo había pasado e intuía que iba a ser una conversación larga. Sin perder más el tiempo, el supuesto testigo empezó a hablar. Le pidió expresamente a Aguirre que no usara la grabadora que de seguro tenía guardada en el maletín marrón que llevaba consigo. Aguirre asintió.
- En cuanto lleguen Sosa y Bobadilla de España -dijo Thorndike-, me van a llamar como testigo en el caso. Soy el único que puede declarar contra ellos…
Thornike insistió en que la entrevista fuera “off the record”. Como abogado sabía que si declaraba ante los periodistas antes de tiempo, su declaración podría verse tergiversada en los medios y eso era algo que nadie quería. Aguirre tomó nota mentalmente. Thorndike confesó que el único motivo por el que aceptaba aquella entrevista era porque, en los múltiples mensajes que Aguirre había dejado en la oficina, el periodista especificaba que quería la entrevista para escribir una investigación a largo plazo detallando lo sucedido. Thorndike estaba seguro de que su testimonio en el juicio era crucial y no quería, hasta asistir al juzgado, dar una versión oficial a los medios.
¿Qué era lo que Thorndike sabía?, se preguntó entonces Nelson Aguirre. El mozo llegó con el café del periodista y lo colocó cuidadosamente en la mesa. Michael Thornidike le dio un buen sorbo a su vaso de gaseosa blanca. Ambos se miraron un rato sin decir nada antes de que Thorndike se dispusiera a hablar.
- Supongo que ya sabes más o menos lo que pasó… -dijo.
- Fui el primero en llegar a la escena del crimen -apuntó Aguirre.
- Supongo que se refiere a que fue el primer periodista.
Aguirre asintió. Thonrdike le dio otro sorbo a su vaso de gaseosa. Junto a ellos pasó una chica rubia que llamó la atención de los dos. Llevaba un polo blanco y un pantalón buzo apretado. El testigo volvió a hablar, pero esta vez en susurros:
- Volví a la casa de los Bobadilla cerca de las tres y media de la mañana. Cuando le pregunté si sabía más o menos lo que había pasado, me refería al asunto entre Álvaro… -Thorndike tuvo que detenerse un segundo antes de seguir hablando.- Entre Álvaro y su secretaria. Bueno, Álvaro había golpeado a Almendra esa noche. No lo culpo ahora, tal vez porque murió de una manera tan espantosa, o porque siempre justifiqué que en determinadas circunstancias un hombre golpeara una mujer. El caso es que esa noche estacioné mi carro a un par de cuadras de la casa de los Bobadilla…
Nelson Aguirre le pidió que se detuviera un momento. Revisó sus apuntes y tomó nota. Le preguntó si era cierto que Almendra había cogido el buqué y que luego lo había usado para golpearle en la cara a Álvaro. Thorndike dijo que sí. Aguirre tomó nota. De inmediato le preguntó con qué intenciones había vuelto de la casa de los Bobadilla y si Almendra seguía en el carro con él.
- Sí, ella se quedó en el carro. Todavía seguía dopada, yo estacioné el carro a unas cuadras del Golf de San Isidro y bajé con la excusa de que había olvidado algo en la recepción de la boda. Me sorprendió ver policías y paramédicos. Entonces supe que algo había pasado y pensé que lo mejor era largarme. Cuando llegué a la puerta no fue difícil entrar. La mayoría de gente se había ido, pero algunos amigos de la novia estaban acompañándola y… -Michael Thorndike entornó los ojos- seguían tomando. Incluso habían prendido la radio. Abordé a Álvaro con la intención de intimidarlo pero en lugar de eso le pregunté qué había pasado. “Nada” me dijo, “encontraron a la dama de honor muerta en el baño…”. Todos se mostraban especialmente fríos con eso. Era como si no importara o como si nadie la hubiera conocido. Era casi como si hubieran contratado a una empleada y luego ella, sin ningún motivo aparente, se hubiera cortado las venas en el baño. No tenía sentido.
Nelson Aguirre le preguntó qué pasó después de que encontraran el cadáver de Paola Ramallo. Thorndike levantó los hombros. Jamás escuchó que alguien encontrara el cadáver de nadie hasta la mañana siguiente.
- ¿Quiere decir que Luis Sosa no le avisó a Javier Ramallo que el cadáver de su hija estaba en la azotea?
Michael Thorndike negó con la cabeza.
- Puede que se lo haya dicho. Yo no tenía por qué saberlo. Yo estaba en un extremo de la sala discutiendo con Álvaro. Le recriminaba haber golpeado a Almendra. Lo hacíamos en voz baja. No queríamos hacer de todo eso un espectáculo. Incluso, Álvaro me contó que Marcela hizo bajar el cadáver de la dama de honor por la escalera de servicio…
- ¿Qué hizo después de discutir con Álvaro?
- Fui al jardín y me dediqué a fumar un cigarrillo. Cuando intenté salir a la calle un policía en la puerta me negó el paso. Dijo que nadie podía salir o entrar a la casa. Yo le expliqué lo grave de la situación. Tenía una chica sedada en el carro, además, yo había entrado después de que todo eso pasara. ¿Por qué me dejaron entrar entonces? El policía no entendía razones y obligó que me quedara.
- ¿Qué hizo entonces?
- No quería entrar y ver a Álvaro así que me quedé dando vueltas por el jardín fumando cigarro tras cigarro. Durante todo ése tiempo me imaginaba a Almendra preocupada o sufriendo terriblemente. Álvaro le había dejado un brazo roto y golpes en la cara. Fue realmente salvaje. Así que yo estaba preocupado y daba vueltas alrededor de la casa. Estuve ahí cuando sacaron el cadáver de Adela, creo que así se llamaba. Y también me pareció ver que algo se movía en la oscuridad, una especie de sombra, era como si no estuviera sólo. Fue entonces cuando me di cuenta que tenía que salir de ahí…
Michael Thorndike hizo una pausa para darle un sorbo a su vaso de gaseosa y mirar a la gente pasar por el Haití. Miró la hora en un reloj plateado en su muñeca izquierda y se propuso seguir con su monólogo. Nelson Aguirre tomaba nota y escuchaba todo lo que él decía.
- Intenté trepar uno de los muros, comprenderás que inútil…
- ¿Intentó trepar uno de los muros?
Thorndike se lo pensó un rato.
- En realidad creo que sólo lo pensé -rió para sí mismo-, el caso es que no lo hice. Me quedé ahí, un buen rato, esperando que todo pasara, y en un minuto que fue como un fogonazo (digo esto porque estaba sentado, en una de las mesas, a punto de quedarme dormido) cuando me di cuenta de que no había nadie en la puerta y estaba a punto de amanecer. Se veía una leve claridad que lo invadía todo y que se había apoderado de la atmósfera. Era como si una especie de neblina luminosa lo invadiera todo. Entonces salí de la casa y la calle estaba desierta. Por un minuto pensé estar viviendo un sueño. Los postes de luz seguían encendidos. No parecía escucharse un solo ruido a kilómetros de distancia, excepto uno que otro motor a lo lejos. Debo confesar que me costó trabajo pararme y caminar por la calle. Cuando llegué al carro me di con que Almendra ya no estaba. Se había ido. Entonces pensé que a lo mejor había entrado a la casa, pero que yo había estado dormido, y me culpé por ello. Hasta ahora me culpo por ello. Cuando volví a entrar a la casa fue cuando pasó. No me había dado cuenta pero la radio seguía prendida. Serían unas cinco o seis personas, tal vez ocho amigos de Patricia, creo que de la universidad. Casi entro y les pregunto si habían visto a Almendra, pero en lugar de eso me quedé ahí parado, inmóvil, como si un presentimiento, o dejá vu, o como sea que se llame (llámalo Dios si quieres, o destino) hizo que me quedara inmóvil y no continuara mi camino. En realidad, me cuestioné cómo preguntarles si habían visto a Almendra, cómo describirla… Fue cuando bajó Sokolich, con una pistola en la mano, todos se voltearon a mirarlo, llevaba un polo morado, viejo, con unas letras blancas que decían “THE OLD SCHOOL” o algo por el estilo. Disparó, primero al aire, luego a Bobadilla, el papá de Patricia, que había estado en otra habitación pero que llegó ahí al escuchar el primer disparo. Es mentira que haya disparado contra los chicos que estaban en la sala. Sokolich esperó ver bien a Bobadilla antes de dispararle. Una vez que lo hizo, todos se quedaron inmóviles. Era como si esa bala hubiera roto el hilo conductor de las cosas, o fuera una especie de… chicharra paralizadora, que paraliza la realidad, o la rompe. Todos menos Javier Ramallo, él tenía un semblante amargo en el rostro, y cuando vio a Jorge Sokolich lo primero que hizo fue sacar su pistola y dispararle. No le dio. Jorge Sokolich salió corriendo por la puerta. No quedaba ahí ni un sólo policía quien lo pudiera detener (resulta intrigante esto de la ausencia de policías) entonces se escucharon más disparos, pero esta vez en la calle…
- Según la versión oficial sí habían policías…
- Tal vez habría uno o dos, pero no sirvieron de nada. El que finalmente le dio fue Javier Ramallo, él lo mató…
- Pero sí habían policías.
- Yo no vi policías hasta que todo pasó.
- ¿Qué hizo después?
- Esto es lo más interesante. Cuando Sokolich mata a Bobadilla y escapa, toda la atención se centra en él, en su persecución y posterior muerte. Piense un rato. Lo que hizo Sokolich fue suicida. Bajó las escaleras, después de haber hecho un baño de sangre (para bien o para mal, fue un baño de sangre algo pulcro, premeditado o no, fueron crímenes casi exitosos) para matar a una sola persona y luego escapar corriendo por las calles de San Isidro, con una pistola en la mano. Jorge Sokolich pudo estar loco, pero no era idiota. Sabía que iba a morir…
- ¿Cuál es su teoría?
Thorndike hizo una pausa, luego continuó:
- Yo estaba medio dormido, en un estado en el que sólo puede estar una persona como yo minutos antes del amanecer, absolutamente sedado, drogui, como quieras llamarlo, cuando veo a Sokolich con una pistola en la mano, un polo viejo y desteñido y una sonrisa en la cara. Lo primero que atiné a hacer fue esconderme debajo de una de las mesas que había en el jardín. Lo alcancé a ver corriendo hacia la puerta, detrás iba Ramallo, y otro tipo uniformado que, está bien, puede que haya sido un policía. Yo caminé lentamente hacia la puerta y salí de la casa a mirar la persecución. Después escuche más disparos, venían del interior de la casa. Yo estaba a unos metros de distancia y casi me vuelvo loco.
- ¿Más disparos? ¿Dentro de la casa?
- Así es. Y no es que fueran uno ni dos. Fueron varios disparos. Me sentí terrible, era como estar en el infierno. Supe que la siguiente persona en morir iba a ser yo, así que me fui lo más rápido que pude, sin dar parte a la policía. Lo único que quería era descansar un rato y no pensar nunca más en nada. Por alguna razón cuando llegue al carro estaba llorando. Lloraba descontroladamente y ni siquiera pude serenarme y conducir. Aparté mi rostro de la casa de los Bobadilla y no quise ver más…